Parece inconcebible que, transcurridos 20 años desde los ataques terroristas del 11-S y dos décadas de guerra en Afganistán, decenas de miles de muertes y los miles de millones gastados no hayan bastado para reconstruir el país asiático.
Se han levantado muchos dedos acusatorios dirigidos a muchos culpables en relación con la debacle de Occidente. Pero hay reticencia a la hora de hablar sobre el problema más fundamental: la ausencia de una identidad afgana en común y la poca intención de la coalición encabezada por EEUU de nutrirla.
Todos los Estados funcionales poseen algún grado de identidad nacional en común. Lo más frecuente es que obedezca a líneas religiosas, lingüísticas o étnicas, que a veces se crean explícitamente para ese fin. Un ejemplo es la creación por parte de Prusia de una identidad étnica germánica durante el siglo XIX, que promovió en los territorios por donde se expandía. El nuevo idioma alemán estaba relacionado con el lenguaje llamado alto alemán, pero no existía en realidad antes de que los prusianos intentaran crear una nueva nación. Procesos similares ocurrieron en Francia e Italia en los siglos XVII y XIX.
Las identidades nacionales se desarrollan orgánicamente, pero por lo general también son impulsadas proactivamente por medidas de Gobierno, centradas básicamente en la educación pública elemental. Eso se debe a que los jóvenes pueden ser instruidos en un idioma, una historia y una cultura en común.
Los líderes estadounidenses de los siglos XIX y XX pensaron que las escuelas públicas ayudarían a cumplir el reto de integrar a los inmigrantes del resto del mundo y hacerlos sentir parte del país. Por ejemplo, el presidente George Washington y el reformador educacional Horace Mann, argumentaron que las escuelas son esenciales para desarrollar valores cívicos y unidad comunes.
Sin embargo, la creación de una identidad nacional es un largo proceso. Toma tiempo construir escuelas públicas, así como desarrollar currículos y capacitar profesores. Tras ello, son necesarios muchos años para educar a los niños y jóvenes, y más aún para que asuman funciones de liderazgo. EEUU necesitó generaciones para alcanzar una unidad suficiente como para solucionar los desacuerdos políticos locales sin recurrir a conflictos. E incluso entonces, la enseñanza solo en inglés no se convirtió en estándar en las escuelas elementales hasta la década de 1930.
Ningún país en la historia reciente ha estado tan necesitado de una identidad común como Afganistán, que tiene 14 grupos étnicos reconocidos oficialmente que, en términos generales, habitan en cuatro regiones geográficas distintas y hablan entre 40 y 59 idiomas nativos. El país había sufrido guerras civiles durante décadas, si es que no siglos, cuando la coalición encabezada por EEUU lo invadió en 2001, y esta historia ha hecho que la confianza y la cooperación hayan sido todavía más difíciles de establecer.
Para cuando Occidente se retiró no se había podido materializar elemento alguno de identidad común. La interminable guerra civil y los acontecimientos recientes ocurridos en el país han demostrado que las divisiones políticas de origen étnico y lingüístico son tan profundas hoy como lo eran cuando EEUU comenzó su ocupación hace 20 años.
Aunque EEUU invirtió dinero y grandes esfuerzos por aumentar los niveles generales de educación, dejó las escuelas afganas sin un currículo común. Y, si bien el país tiene dos idiomas oficiales, el dari y el pastún, y los medios publican y transmiten en ambos, muchos afganos siguen hablando solo uno o ninguno de ellos.
En lugar de promover una identidad nacional en común, EEUU y sus aliados no quisieron tomar ningún partido que los expusiera a acusaciones de insensibilidad cultural, temor no poco razonable en vista de las terribles políticas de asimilación y erradicación en las que históricamente han incurrido internamente y en el extranjero.
Pero las identidades nacionales no tienen por qué ser impuestas por coerción o discriminación. Países europeos como Suiza han mostrado que es posible forjar una identidad nacional común con múltiples idiomas. La clave es enseñar varios de ellos para que el idioma no sea un factor de división. De manera similar, la historia común de un país puede incluir a todos los pueblos que han vivido allí.
Es más, los incentivos educacionales pueden ser blandos. No hay necesidad de repetir horribles errores del pasado al obligar a niños de grupos étnicos minoritarios a asistir a internados, como lo hicieron EEUU, Canadá y Australia en el siglo XIX y principios del XX. Muchos estudios muestran que los incentivos monetarios y en especie pueden aumentar de manera significativa la asistencia escolar en países en desarrollo.
La dificultad de estas políticas radica principalmente en la cantidad de tiempo que exigen. Primero, los países necesitan suficientes profesores que puedan enseñar un currículo común en varios idiomas distintos. Incluso hasta entrada la década de 1920, muchas escuelas estadounidenses enseñaban en los idiomas nativos de los inmigrantes, ya que esos eran los idiomas que los profesores hablaban.
Además, incluso si una primera generación enseña a una segunda generación más unificada nacionalmente que, a su vez, participe en la vida política y económica el país una vez alcanzada la edad adulta, no se puede esperar ver sus efectos sobre la identidad nacional sino tras al menos 40 años. Y EEUU y sus aliados nunca estuvieron dispuestos a quedarse en Afganistán tanto tiempo.
Veinte años es demasiado tiempo para una guerra, pero demasiado poco para construir una identidad nacional estable. Así, no es de sorprender que Occidente le haya fallado al pueblo afgano, porque jamás quiso impulsar su unidad nacional de maneras significativas. Cuando fuera que hubiera ocurrido la retirada, esta habría dejado al país tan fragmentado como antes, y con el mismo triste dilema entre un gobierno represivo y la guerra civil.