
Recientemente, el Presidente de EEUU, Joe Biden, ha visto rechazado por parte de los agricultores blancos su paquete de medidas correctoras de la crisis ocasionada por la pandemia por COVID 19 en el campo estadounidense, aludiendo un trato de favor en forma de generosos subsidios destinados a los agricultores afroamericanos en tanto que grupo social más vulnerable. Mientras tanto, en Europa, los 27 Estados miembros de la Unión Europea (UE) no han podido aún alcanzar un acuerdo condicionalidad social para el cobro de las ayudas directas de la PAC, que el Parlamento Europeo ha incluido a última hora.
Estas disputas con claros tintes sociales ha tenido no obstante como consecuencia la puesta de relieve del papel crucial que el sector agroalimentario ha desempeñado, con independencia del color de agricultores, ganaderos y pescadores, evitando que en gran medida y en buena parte del mundo la crisis sanitaria no derivase en una crisis alimentaria de imprevisibles consecuencias.
Actualmente, el 80 por ciento de la población mundial más desfavorecida, unos 600 millones de personas, vive en zonas rurales y trabaja en el sector primario, y sin embargo se va a dormir con el estómago vacío, o al menos insuficientemente satisfecho. Casi la mitad de estas personas son menores de 15 años, niños que padecen menores oportunidades de educación y empleo que los niños de los ámbitos urbanos, así como igualmente una menor atención sanitaria y oportunidades de acceso a mercados y servicios financieros
Para más inri, en el momento presente una buena parte de los agricultores de todo el mundo están teniendo que hacer frente a malas cosechas o a problemas tales como la adquisición a elevados precios de semillas, fertilizantes y otros insumos de producción, la falta de acceso al crédito y los bajos precios de mercado para sus producciones. Esta situación nada favorable en las áreas rurales, cuya economía se basa en el sector primario, se ha visto además agravada por el impacto de la COVID y el cambio climático de forma muy notable.
En el momento actual, en el que las instituciones internacionales abogan claramente por una recuperación "justa y verde", resulta especialmente alarmante el hecho de que el Fondo Monetario Internacional, cuyo financiamiento es crucial para las economías de las naciones en desarrollo, advierte del riesgo de que las naciones más pobres y vulnerables puedan quedar rezagadas en la recuperación posterior a la pandemia, y sin embargo no menciona el papel del desarrollo rural y la agricultura en dicha recuperación a pesar de su carácter fundamental.
Podríamos decir que esta pandemia ha evidenciado la profunda desigualdad sistémica en las sociedades, en la que los colectivos más vulnerables -las mujeres, los jóvenes y los trabajadores en situación irregular- luchan por sobrevivir. El esfuerzo internacional de décadas para que 400 millones de personas abandonasen en el mundo las listas de la pobreza se han perdido en apenas unos meses como consecuencia de la pandemia, amén de los hasta 132 millones de personas que han engrosado las listas de personas con diferentes grados de subnutrición a lo largo del 2020.
La FAO acaba de publicar todas las cifras del hambre a nivel mundial (SOFI 2021): la inseguridad alimentaria moderada o grave lleva seis años aumentando lentamente y afecta ahora a más del 30% de la población mundial. El hambre mundial aumentó en 2020 a la sombra de la pandemia de la COVID-19. Después de cinco años sin apenas variaciones, la prevalencia de la subalimentación creció en apenas un año del 8,4% a cerca del 9,9%, lo que dificulta el reto de cumplir la meta del hambre cero para 2030.
Por todo ello, los gobiernos deberían reenfocar su atención hacia las zonas rurales, en las que la agricultura, la ganadería o la pesca constituyen la mejor arma contra la pobreza, la desnutrición y la emigración.
Un ejemplo evidente de esta realidad lo tenemos en la India, donde el 60 por ciento de la población trabaja en la agricultura, y donde cientos de miles de agricultores salieron a las calles para protestar contra las nuevas leyes agrícolas y se alcanzó la espeluznante cifra de más de 10.000 agricultores que se suicidaron en 2019, ¡y eso fue antes de la COVID!
Pero lo cierto es que el declive de la agricultura mundial viene produciéndose desde hace décadas. Las estrategias de crecimiento aplicadas en los distintos países, así como los recortes efectuados en los servicios públicos, han socavado sistemáticamente el sector primario hasta que paralizar su crecimiento. La financiación para la investigación agroalimentaria ha tenido un origen privado creciente, distanciando con ello a los científicos de los pequeños agricultores y generándose subsiguientemente una brecha en disponibilidad de datos y conocimiento con los más pequeños y débiles.
Lo sorprendente es que esto ha ocurrido a pesar de que la agricultura ha sido siempre el principal medio de vida de la población más pobre. Por ejemplo, Indonesia redujo de un 50 a un 14 por ciento la pobreza extrema en tan solo 15 años (1981-1995) mediante la inversión en agricultura, y a fecha de hoy, sigue constituyendo el principal motor de crecimiento del país.
En este momento, los países deberían repensar el sector primario para que las actividades agrícolas tradicionales puedan convertirse en una auténtica industria competitiva, más aún frente a cadenas de suministro más complejas y sofisticadas. Otro ejemplo es Nigeria, que sufrió un enrome varapalo económico cuando el precio del petróleo colapsó durante la pandemia. Sin embargo, la inversión es la mejora de la calidad de sus granos de cacao para abastecer los mercados internacionales de chocolate creó una fuente estable y alternativa de ingresos económicos al país. O el caso de Iraq, igualmente productor y exportador de petróleo, que llegó a prohibir las importaciones de cebollas y berenjenas en el ánimo de impulsar la agricultura local y reducir la vulnerabilidad nacional a las fluctuaciones del precio del petróleo.
En este contexto, según estimaciones del Fondo Monetario Internacional (FMI), los países de bajos ingresos necesitarán en torno a 200.000 millones de dólares durante cinco años solo para luchar contra la pandemia, y posteriormente aún otros 250.000 millones de dólares adicionales para equipararse con el resto del mundo. Solo para poder valorar estos guarismos, el paquete de rescate de la Fed en 2008 fue de casi 500.000 millones de dólares. Y ni que decir tiene que estas inversiones deberán estar dirigidas a reactivar la agricultura de manera sostenible si es que queremos conseguir eliminar el hambre y la pobreza a escala global.
Pero reducir la pobreza y el hambre no tiene por qué ser prohibitivamente caro. No en vano, los países ricos e industrializados ya gastan 12.000 millones de dólares anuales para hacerlo. En un estudio reciente, hemos podido comprobar que si los países más ricos duplicaran su inversión durante 10 años al tiempo que los países más pobres mantuvieran constante sus esfuerzos en la promoción de una serie de intervenciones en cuestiones tales como, entre otras, I + D agrícola de bajo costo, servicios de información y comunicación, alfabetización femenina, mejora y ampliación de los programas de protección social, al menos 500 millones de personas podrían abandonar las bolsas de hambre y subnutrición.
No podemos olvidar que la pobreza en el medio rural ocasionará para enormes áreas y poblaciones del mundo, sin vacunas y sin empleo una vez se supere la pandemia, una mezcla explosiva para recesiones económicas en el futuro. No obstante no todas las áreas tendrán la composición del suelo y las condiciones climáticas adecuadas para ser siempre productivas. En tales casos, será mejor invertir en generar empleo no agrícola que pueda pagar un salario digno.
Por su parte, la Unión Europea está mostrando una capacidad de reacción renovada: las terapias previstas esta vez son absolutamente distintas a las propuestas en pasado, habiendo asimilado las lecciones que dejó la crisis anterior y fortaleciendo la vertiente social de la necesaria transformación y modernización económica.
El presupuesto a largo plazo de la UE, junto con Next GenerationE U, el instrumento europeo concebido para impulsar la recuperación, será el mayor paquete de estímulo jamás financiado en Europa. Un total de 1,8 billones de euros que irán dirigidos a reconstruir la Europa posterior a la COVID-19, con el fin de que sea más ecológica, digital y resiliente.
Así, para el 2022 se prevé un crecimiento del 4,4% en la Unión, mientras que la economía española, que fue una de las economías avanzadas que más sufrió en 2020, está siendo y será probablemente en 2022 una de las economías que más intensamente va a recuperar su ritmo de crecimiento. Estamos, por tanto, ante una oportunidad, en el marco del plan de recuperación y resiliencia de España para lo que la UE destinará 69.500 millones de euros en subvenciones.
Y todo eso cuando el tema de la despoblación rural se ha colocado en el centro de la agenda política española, y justo cuando el sector agrario mundial ha demostrado ser un sector esencial y estratégico en el abastecimiento de alimentos de la población y en la dinamización de muchos territorios.
En definitiva, resulta evidente que para una recuperación justa, sostenible y global, no podemos olvidar al sector primario, sino apostar por él.