Opinión

El sueño del gobernador y la inflación

El autor pide repensar la política de bajos tipos de interés

Parece que empezamos a tener miedo a la inflación. Los datos últimos comienzan a no ser buenos. Si en febrero se publicaba que era del 0% en tasa interanual, en junio hemos alcanzado el 2,7%, igual que en mayo, y también en tasa interanual. Cabría esperar ¡por fin! una política monetaria más restrictiva, es decir, que subieran los tipos de interés para atajarla. Pero abandonen toda esperanza: no va a ser así.

En su última comparecencia en la Comisión de Asuntos Económicos del Congreso, el Gobernador del Banco de España se mostró partidario de cambiar el objetivo de inflación del BCE, en el entorno del 2%, en una regla fija. Dicho de otro modo, el Gobernador nos participaba de su idea de que lo más razonable era que las decisiones de subir o bajar tipos no dependieran del Consejo del BCE, que nunca los sube, sino de una actuación automática del BCE. Así, los tipos subirían si la inflación pasase del 2% y lo harían hasta que esta última volviera al 2%. En el fondo, el señor Hernández de Cos quería, aunque no lo expresara así, recuperar la Política Monetaria que, en mi opinión, ya no existe, sino que se ha convertido simplemente en un instrumento de financiación de los desórdenes presupuestarios de los gobiernos.

Sin embargo, el sueño del Gobernador no parece el del BCE, ¡y miren que lo siento mucho! Así, los chicos de Frankfurt nos han anunciado hace ocho días una revisión de su estrategia monetaria que permitirá, según dicen, desviaciones simétricas al alza o a la baja o, lo que es lo mismo, en función de las circunstancias. Todo ello para no acabar con la política de dinero fácil tan pronto como en el segundo semestre de 2021, según se anunciaba. Se trata de dar más oxígeno, que, como saben, es lo que necesita el fuego, a la falta de rigor presupuestario de algunos países europeos, entre los que se encuentra el nuestro. Parece que en el BCE desconocen el valor de las reglas fijas. Necesitamos que se nos oponga resistencia para mantenernos.

Las políticas monetarias laxas llevan instaladas en la economía europea varias décadas. Al menos las del BCE provocaron la crisis de 2007, de la que aún no nos habíamos repuesto cuando llegó la del COVID-19, que va a permitir continuar con el desaguisado monetario bajo la excusa de la necesaria recuperación y para tapar la incapacidad de emprender, insisto, el camino del rigor presupuestario.

Estas políticas de bajos tipos de interés suele decirse que favorecen el crecimiento, pero que crean inflación, por eso hay que manejarlas con cuidado, dicen. El crecimiento crea empleo y el desempleo es la principal fuente de desigualdad de renta, por lo que dichas políticas gozan del falso prestigio del igualitarismo. Sin embargo, hay cosas que se ocultan, aunque están a la vista. ¿Cómo no hemos reducido más el desempleo tras tantos años de bajos tipos de interés? ¿Y cómo es posible que la inflación haya sido tan baja? ¿No nos habremos quedado cortos en las bajadas? Y esto ya sucedía antes del COVID-19, cuando, por ejemplo, el bono español a 10 años se emitía ya al 0,861%. Hoy lo hacemos al 0,542%.

Las razones son varias. Primero, por el modo de medir la inflación, que no incluye la compra de activos como la vivienda, las acciones o los bonos, cuyos precios, en general, no han hecho otra cosa que subir. Dichas subidas fueron animadas por una regulación financiera y fiscal que dirigía el dinero nuevo a estas adquisiciones, que no cuentan en la inflación general, la de la cesta de la compra, por decirlo de algún modo. Así se crean, nunca mejor dicho, burbujas de inflación.

Segundo, por el incremento de la productividad de las nuevas tecnologías, que actúa de un modo deflacionista en muchos bienes y servicios de consumo, lo que permite ocultar los efectos de la política monetaria laxa en la parte del dinero que se escapa de la dirección que le sugieren las regulaciones.

Pero de lo que no se habla es del incremento en la desigualdad de riqueza que provocan los bajos tipos de interés, consecuencia del incremento de valor de los activos que no entran en la cesta de la compra (ya saben, inmobiliario, bursátil…), en favor de aquellos que reciben primero el dinero nuevo en los canales de distribución del mismo. Así compran barato y, si no les supera la codicia, venden a tiempo antes del estallido de la burbuja. Tampoco se habla de la redistribución de renta desde los ahorradores a los endeudados (y al primer endeudado), que ha supuesto la caída de los tipos de interés de las últimas décadas. Por ejemplo, nuestros mayores no rentabilizan sus ahorros y lo que sus hijos ahorran en tipos de interés, lo gastan en amortizar el principal del préstamo con el que pagan la casa. Por último, y más difícil de ver, los tipos bajos favorecen el alargamiento de los procesos productivos y la inversión en bienes de capital (al fin y al cabo, su coste está relacionado con el tipo de interés), que se abaratan en términos relativos respecto de la mano de obra, con los consiguientes efectos sobre los salarios.

Por tanto, una reflexión sobre las tan cacareadas ventajas de las políticas de tipos bajos no nos vendría mal, en lugar de seguir huyendo hacia delante.

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