Durante años nuestros gobiernos y estamentos políticos nos iban repitiendo aquel magnífico objetivo de que en 2020 España tendría una contribución del sector industrial del 20% al PIB. Llegó 2020 y pandemia al margen, la aportación total de la industria a nuestro PIB se limitó al 14,86%, incluyendo la energía. Si con ese dato el empuje industrial deja mucho que desear, peor aún es advertir que el peso de la industria manufacturera en la economía española en 2020 fue apenas del 11,16%. La industria manufacturera ha ido perdiendo protagonismo en nuestro modelo productivo y si en los años 70 del siglo pasado alcanzaba cotas superiores al 30%, después entró en descenso. En 2008, solo aportaba el 13,3% del PIB y en los últimos años su contribución no va más allá del 11%.
A España le falta vocación industrial, aunque sinceramente dudo de que sea el sector privado el que anda escaso de tales impulsos y más bien pienso en la enorme y a veces ineficiente maquinaria política y administrativa, empeñada en poner todo tipo de trabas al que tendría que ser uno de los ejes fundamentales de la economía española: la industria. Demasiadas Administraciones interviniendo, caciquismos egoístas, intereses creados, cargas impositivas desmesuradas, costes laborales y energéticos muy elevados, rosario de permisos y obstáculos burocráticos de toda guisa, frenan en seco un buen número de iniciativas en varias Comunidades Autónomas y, a veces, invitan a instalar proyectos industriales "made in Spain" en otros lugares allende nuestras fronteras donde las facilidades concedidas favorecen esa deslocalización. Y eso entraña consecuencias negativas. España anda retrasada en innovación, nuestras exportaciones de servicios intensivos en conocimiento no están a la altura de otros países europeos, tampoco las pymes innovadoras de productos ni procesos.
Flaqueamos en el uso del big data y análisis y la transformación digital de nuestras compañías no da todavía la talla. De las 180.250 patentes europeas en 2020 solo 1.791 tenían sello español, menos del 1%. Prácticamente la mitad de nuestra población carece de competencias digitales básicas y el 8% no ha utilizado nunca internet.
Uno de los aspectos positivos para la innovación, la investigación y el desarrollo, la revolución tecnológica lo representa el papel catalizador de universidades que en torno a ellas florecen y se desarrollan iniciativas empresariales, como sucede en otros países europeos y en Estados Unidos. Universidades bien dotadas de recursos económicos que actúan como semilleros de carreras profesionales de excelencia y que están en estrecho contacto con su entorno empresarial, colaborando en proyectos, lo cual, a su vez, redunda en la creación de empleos de calidad y en esa comunión ideal entre el mundo económico y empresarial y el formativo, tanto en lo universitario como en la formación profesional.
Dentro de España, Madrid y País Vasco entran en la categoría de fuertes innovadores. Si la capital destaca cada vez más como un dinámico centro económico, el caso de País Vasco responde a su fuerte industrialización y especialización, así como a la existencia de un esfuerzo singular por la innovación de sus pymes. El gobierno vasco se marca como objetivo que el 40% de su PIB sea por su industria y servicios avanzados. En cambio, Cataluña va rezagándose en políticas de innovación en sus pymes, con menor inversión pública y privada en investigación y desarrollo, con menos procesos innovadores empresariales y menor empleo innovador, lo que confirma el proceso de desindustrialización que está sufriendo.