
Un problema global necesita soluciones globales. Que las empresas que más dinero ganan en el mundo sean las que menos porcentaje pagan de impuestos sobre sus beneficios es algo que pasa en todas partes, desgraciadamente, aunque en unos sitios más que en otros. Por eso que el G-7 haya llegado a un principio de acuerdo para que las multinacionales paguen una tasa global mínima del 15% es una buena noticia. Sin embargo, hay varios aspectos que distan de estar claros.
Empezaremos por el más obvio: el G-7 no es el mundo entero, aunque sin el G-7 todo este acuerdo no sería posible. El G-7 es el "club" de los siete países más ricos del mundo, Estados Unidos, Japón, Alemania, Gran Bretaña, Canadá, Francia e Italia, en el que asiste la Unión Europea como observadora. Todos estos países tienen una tasa nominal del impuesto de sociedades superior al 15%, pero, obviamente sus multinacionales pagan, en algunos casos bastante menos. Y una de las razones por las que algunas grandes multinacionales pagan poco es porque desvían bases imponibles y beneficios a otros países en los que se paga menos. De hecho, en muchos casos acaban pagando impuesto de sociedades en el "país de nunca jamás".
Por esa razón, este principio de acuerdo se ha calificado de histórico y del "fin de los paraísos fiscales". Sin embargo, estos beneficios se desvían, triangulando, hacia paraísos fiscales o, en general, lugares en los que los beneficios apenas pagan impuestos. Ya no sólo es una cuestión de que vayan a cooperar o no los paraísos fiscales, es simplemente si van a hacerlo algunos Estados que permiten el desvío de beneficios hacia territorios de baja tributación o paraísos fiscales.
Esto se puede observar poniendo un ejemplo: hay muchas empresas de software instaladas en Irlanda. Como en Europa existe libertad de prestación de servicios y de establecimiento, estas empresas pueden vender a otro país comunitario libremente. Si un consumidor o una empresa española instala un software desde Irlanda, la venta, en principio se localiza en Irlanda a efectos de calcular el beneficio. Para empezar en Irlanda el tipo del impuesto de sociedades es del 12,5%. Pero, si, por ejemplo, la legislación irlandesa admite gastos que facture otra empresa nominalmente irlandesa pero que realmente tributa en un lugar donde no existe el impuesto de sociedades, entonces el beneficio de la venta de software no aflora en España, ni tampoco en Irlanda sino en un paraíso fiscal del Caribe.
Esto se denomina estrategia "double Irish" y se sigue aplicando a día de hoy como informaba respecto de una multinacional hace unos días el diario The Guardian. En este caso, una conocida multinacional había conseguido no tributar nada por un beneficio de 220.000 millones de euros gracias a que la filial tributaba en las Islas Bermudas, donde no existe el impuesto de sociedades.
Irlanda se comprometió en 2014 a eliminar el "double Irish", pero, como vemos, parece que se sigue aplicando. No obstante, hay otras estrategias que permiten desviar beneficios a paraísos fiscales, o centros financieros offshore de baja tributación, si lo prefieren, como por ejemplo, el sándwich holandés, aprovechando los convenios entre Holanda y las Antillas Holandesas. Obviamente, para que este tipo de estrategias sean rentables hay que tener tamaño y beneficios: no todas las empresas se pueden beneficiar de ellas. Esto crea, obviamente, problemas de competencia: las demás empresas tienen que competir con gigantes que, además, apenas pagan impuestos.
En estos ejemplos podemos ver los dos puntos clave que habría que implementar en este acuerdo del G-7. En primer lugar, no sólo hay un problema con que los Paraísos Fiscales vivan de que las multinacionales desvíen los beneficios, sino que hay países que colaboran en esta estrategia. La primera cuestión clave es cómo se consigue que estos países acepten cooperar. Pensemos que, por una parte, Irlanda se ha negado sistemáticamente a elevar su impuesto de sociedades, ni siquiera cuando tuvo que ser rescatada. Pero, como habrá advertido el lector, el problema no está en el 12,5% sino en que se admitan como deducibles pagos a sociedades radicadas en paraísos fiscales donde no se paga nada. Para complicar aún más las cosas, según los Tratados de la Unión Europea, la fiscalidad directa es competencia exclusiva de los Estados y para modificarla por normativa comunitaria es necesaria unanimidad.
La segunda cuestión es cómo se calcula el beneficio que se debe atribuir a cada país, a la hora de pagar los impuestos. Pensemos, que, según datos del Bureau de Asuntos Económicos del Departamento de Comercio de los Estados Unidos, nada menos que el 76% del beneficio obtenido por las multinacionales norteamericanas en Europa en 2018 se generó en Irlanda, Holanda y Luxemburgo. Esto no responde a la realidad económica, sino simplemente a la planificación fiscal.
Probablemente, las ventas deberían reflejar mejor la realidad, sin embargo, y según los mismos datos, nos encontramos una situación parecida, en estos tres países se localizaron ventas de multinacionales norteamericanas en 2018 por 436.290 millones de euros en Irlanda, 316.093 millones en Holanda y 83.073 millones en Luxemburgo. Pensemos que las ventas en España cuyo PIB supera ampliamente al de estos tres países (y es superior en 15 veces al de Luxemburgo) fue de 94.647 millones de euros. Repartir los beneficios según las ventas probablemente sea lo más práctico y operativo, pero también habría que asegurarse de que no se desvían ventas por motivos fiscales. Y como vemos, no estamos antes un caso puntual de fraude o de elusión fiscal sino ante un comportamiento tan generalizado que altera las estadísticas generales.
Como vemos, en estos casos no estamos hablando de cuestionar la soberanía fiscal de los Estados, sino de posibilitar que los Estados puedan efectivamente cobrar impuestos por los beneficios que se generan en su territorio. Los impuestos que tenga que pagar una cafetería en Amsterdam o un hotel en Dublín pueden ser un asunto exclusivamente local, pero lo que tiene que pagar una multinacional por sus beneficios en toda Europa afecta a todos los europeos; aunque sólo sea porque los impuestos que no pagan algunas multinacionales lo acabamos teniendo que pagar entre todos. Pero cambiar una situación inaceptable pasa, en primer lugar, por cambiar las leyes en múltiples países, comenzando por los Estados Unidos, donde la mayoría demócrata en el Senado depende no ya de un voto, sino del voto de desempate de la vicepresidenta Kamala Harris.
Adaptar el sistema fiscal internacional a la economía, global, del Siglo XXI no va a ser fácil, pero hay que intentarlo. El acuerdo del G-7 es importante porque es un primer paso en la dirección correcta, la de la coordinación y la cooperación multilateral tras muchos años de ignorar un grave problema o, incluso de ir en la dirección equivocada: una carrera de rebaja de impuestos a las multinacionales que más ganaban, que lastra la financiación de los Estados y distorsiona la competencia. Un juego en el que (casi) todos perdíamos es un juego al que hay que cambiar las reglas.