Opinión

Cómo mueren las democracias

Desde su llegada a la Casa Blanca, Donald Trump ha tratado de perpetuarse en el poder

Con este sugerente título, los profesores Levitsky y Ziblatt nos avisaban, en 2018, que los viejos esquemas de análisis de los golpes de estado habían quedado desfasados. La figura, bien conocida en la historia política española, de la asonada militar era un vestigio del siglo XX. En el XXI, los dirigentes se habían vuelto más sofisticados e intentaban remover el orden constitucional mediante mecanismos dentro o bordeando la ley. Veamos si el esquema funciona para el caso del asalto al Capitolio americano.

Los partidos políticos tienen una función fundamental: seleccionar los candidatos que se presentarán a los diferentes cargos electivos de las instituciones. En el caso americano, esta selección se realiza mediante primarias entre los diferentes candidatos. Este es el primer cortafuegos que falló. El partido republicano no puedo evitar que un demagogo extremista, con poco respeto a las normas democráticas, fuera propuesto como candidato a presidente de los EE. UU. Y salió elegido. Una llamada de atención para el sistema europeo y específicamente para el español: las primarias no son la panacea para la democracia interna de los partidos, más bien, son la puerta de entrada de políticos populistas.

¿Por qué fue elegido? Indudablemente, para no simplificar, debemos reconocer una combinación de factores económicos y sociales que afectan a la sociedad norteamericana: el desencanto con la globalización, la pobreza de los deslocalizados, la desigualdad galopante, las guerras culturales y el racismo subyacente. Pero destaca, sobre otras, sus conexiones y discurso que responde a la segunda característica para la subversión de la democracia: las amistades peligrosas.

Trump, desde el comienzo, como otras figuras populistas de la historia, se presentó como antisistema, representante de la voz del pueblo y soldado de la lucha contra la élite corrupta y conspiradora que dirigía el país. Si echamos un vistazo a los asaltantes del Capitolio -más allá de sus pintorescos atavíos- comprobaremos que representan todos esos grupos conspiranoides: Proud Boys (neofascistas y supremacistas blancos), Oath Keepers (natalistas americanos), People's Rights (milicia agraria) y, por supuesto, QAnon, movimiento antisemita que sostiene un complot mundial contra los blancos mediante una red pedófila y corrupta entre la élite política mundial. Todos ellos, fuertemente armados en un país dónde la posesión de armas en un derecho y su compra es tan fácil como ir a un supermercado y escoger papel de váter, y deseosos de subvertir el sistema democrático de los EEUU.

La tercera pata es el cuarto poder. Igual que con Fujimori en Perú, Correa en Ecuador, Erdogan en Turquía, Maduro en Venezuela, Putin en Rusia o Orban en Hungría (sí, dentro de la propia Unión Europea), Trump comenzó a culpar a los periodistas como propagadores de mentiras sobre él y sus políticas. ¿Por qué? Los autócratas necesitan prensa adepta que distribuya sus mensajes para destruir a los opositores, no consienten la crítica y menos la posibilidad del libre pensamiento fuera de la narrativa por ellos instaurada.

Asegurado este punto, se presenta la verdadera batalla. Toda democracia está basada en un puñado de reglas no escritas que guían su buen funcionamiento. Destacan, entre ellas, la tolerancia mutua entre rivales políticos y la contención institucional para no sobrepasar el marco jurídico. Trump dio señales, desde antes de su presentación como candidato a la presidencia, de su nula tolerancia hacia los políticos, ya fueran demócratas o republicanos que se le oponían. Desde la Fox lanzó una campaña dudando de la ciudadanía norteamericana del presidente Obama, deslegitimando así su Presidencia; acusó a Hillary Clinton de asesina de niños, espía y ladrona; dudó de la inteligencia de Ted Cruz, candidato republicano a la presidencia en su misma campaña. No había tolerancia, no eran rivales políticos, eran enemigos públicos de su visión totalitaria.

La contención institucional supone no aprovechar las reglas para hacer aquello que, siendo legal (o, como mínimo, alegal), puede desequilibrar el delicado ecosistema de poderes de cualquier democracia. Instaurado el discurso de una prensa mentirosa y unos políticos deshonestos, hay que cambiar el sistema para resolverlo.

Trump, desde el primer momento de su presidencia, se ha dedicado a explotar sus prerrogativas institucionales para desequilibrar las reglas democráticas a su favor. Empezando por su primera orden ejecutiva: impedir la entrada de musulmanes en el país, que fue posteriormente anulada por diversos tribunales estatales y federales. Siguiendo por saltarse la costumbre de presentar sus declaraciones de renta. Y acabando por presentar la candidatura de una juez del Tribunal Supremo en los dos meses anteriores a la celebración de las elecciones presidenciales y por un sistema exprés. Pero ha habido mucho más que nos indicaba su deseo de involución del sistema institucional: el carrusel de dimisiones dentro de su gobierno, las presiones a los fiscales o directores del FBI, el obstruccionismo a cualquier investigación y a las leyes propuestas por el Congreso, las leyes para evitar el voto afroamericano, etc.

Pero su última y más hiriente demostración de prepotencia fue la deslegitimación del propio sistema de votación americano. La duda sobre el voto por correo fue sembrada desde principios de su mandato, lo que suponía poner en tela de juicio una de las más antiguas agencias estatales: US Postal. La honorabilidad de cientos de funcionarios, voluntarios y cargos políticos en entredicho. Posteriormente, hemos descubierto su intento de presión sobre el gobernador republicano de Georgia para la alteración de los resultados electorales.

Desequilibradas las fuerzas, polarizada la sociedad, hecho el llamamiento a las milicias, el asalto al Capitolio y la violencia subsiguiente eran un resultado previsible. Trump deseaba perpetuarse en el poder. Por suerte, la democracia americana, sus instituciones y sus políticos republicanos y demócratas) han sabido resistir el embate. Pero, lejos de sentirnos orgullosos en la vieja Europa, pensemos en nuestros propios Trumps. Surgen por doquier. Tanto que la cancillera alemana Angela Merkel ha impuesto normas de control democrático para el acceso a las ayudas europeas para la pandemia. Un aviso a navegantes.

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