
El simplismo político y la banalización de las ideas, sumado a una profunda descapitalización del pensamiento crítico y hasta de la inteligencia, han llevado a que, desde algunos partidos y desde algunos semilleros de opinión, el debate de investidura se haya centrado en las formas y no en el fondo. Esta traslación responde inequívocamente a una estrategia que devora la razón como argumento y prima la emoción como sucedáneo de la reflexión. Y, a lo que se ve, hasta la ficción cinematográfica venció al uso a conveniencia del hazañismo, si tenemos en cuenta la intervención, entre el cinismo y la frivolidad, del portavoz del PNV. Se olvidó el sagaz parlamentario de invocar el cine español, quizá porque no le interese, con películas tan pertinentes en estos tiempos de cólera, como Todos mienten y Mentiras y Gordas. Porque el discurso del Presidente electo no supera la más mínima racionalidad económica, ni el más elemental sentido de la ortodoxia fiscal ni el más esencial fundamento de la política presupuestaria.
Hubiese bastado con elaborar una memoria económica al paquete de propuestas presentadas para poner en evidencia la impracticabilidad presupuestaria del programa de gobierno. Como no dudo de que los responsables económicos de Unidas Podemos han hecho un ejercicio mimético al que han hecho todos los expertos en este país, no me queda duda de que comparten la mentira.
El discurso de Sánchez no supera la más mínima racionalidad económica
En una proyección moderada sobre el incremento del gasto público, exclusivamente sobre partidas cuantificables, la estimación de nuevas necesidades de recursos públicos se sitúa en torno a 35.000 millones de euros, compensada una expectativa de recaudación por incremento de la carga fiscal de los tributos preexistentes más los nuevos tributos de apenas 5.000 millones de euros en el mejor de los escenarios de recaudación. En un contexto en el que a noviembre de 2019, existe ya una desviación sobre los ingresos presupuestados de 27.000 millones de euros, en el que además la Unión Europea ya ha solicitado a España un ajuste fiscal de 6.000 millones de euros, y en el que el agotamiento del ciclo de crecimiento económico en España deparará un descenso de la recaudación, no parece creíble que se pueda infeccionar la contabilidad nacional con otro desajuste adicional de 30.000 millones de euros. Todo ello, claro está, si compartimos la visión de la prudencia económica que ha imperado en España y no se emiten, a cambio, mensajes equívocos por el Gobierno y sus socios sobre el mantenimiento del paradigma de la estabilidad económica y presupuestaria.
El populismo fiscal tiende a ignorar los efectos de determinadas medias en el pasado. Es el poder de la desmemoria. Así, por lo que respecta al incremento de dos puntos del tipo general para las rentas superiores a 130.000 euros y de 4 puntos para rentas superiores a 300.000 euros, que afectaría a unos 90.000 contribuyentes, más allá de la propaganda fácil, apenas tendría eficacia en términos de recaudación. En sociedades cuyos ciudadanos votan con los pies, y como se demostró la última vez que en España se incrementó la presión fiscal sobre las decilas más altas de renta personal, los declarantes más ricos acabaron aportando 18 millones de euros menos. Este mismo efecto desplazamiento del ahorro y de la inversión previsiblemente se producirá con el incremento de cuatro puntos de la tributación de las rentas de capital para contribuyentes con más de 140.000 euros. Ni qué decir tiene que el Impuesto de las grandes fortunas, una declaración de intenciones para consumidores de discurso rápido, en una Europa donde solo existen dos países en los que se mantiene el Impuesto sobre el Patrimonio, es un error de partida. Como quiera, además, que no tienen mayoría suficiente para eliminar el Impuesto sobre el Patrimonio del modelo de financiación autonómica, es predecible que quieran establecer el tributo como impuesto estatal. Así y todo, habrá que recordar los fundamentos del Derecho financiero, que son de raíz constitucional, para advertir al Gobierno de que no se puede establecer un tributo sobre un mismo hecho imponible. Finalmente, y por lo que atañe a los nuevos tributos sobre servicios digitales o transacciones financieras, el propio mercado trasladará el impacto de la carga fiscal a los consumidores y usuarios finales.
Otro de los objetivos del nuevo populismo es la cuenta de resultados de las grandes empresas, con la introducción de una imposición mínima para las grandes empresas y las entidades financieras y empresas de hidrocarburos. Si bien en los programas de Unidas Podemos y del PSOE, el incremento de la presión fiscal se aplicaría sobre el beneficio ordinario, y no sobre la base imponible, la medida provocaría un mayor diferimiento en el uso de determinadas deducciones, provocando graves perjuicios a las empresas, del mismo modo que la imposición de límites a los dividendos entre empresas penalizará la actividad internacional de la empresa española.
Son días de desmemoria para los que hacen de la política un juego de revisionismo histórico, de cita improvisada y de sentimentalismo mórbido. España es un país fuerte, con una sociedad civil que ha hecho de este país una referencia internacional y donde el emprendimiento, el esfuerzo y el trabajo no se pueden penalizar bajo obsoletos lemas de trinchera de la vieja izquierda. Por eso, es bueno apelar a la memoria, para recordar qué recetas han funcionado y qué medidas nos han llevado al fracaso.