
La inflación desbocada en los dos últimos años ha convertido los sueldos en la gran preocupación que comparten trabajadores, empresas, patronales, sindicatos, bancos centrales, instituciones nacionales e internacionales y, por supuesto, los gobiernos. Los de la Unión Europea no han sido una excepción, y se han lanzado a una carrera para elevar los salarios mínimos que Bruselas pretende ordenar con una directiva que España deberá transponer en la próxima Legislatura. Una norma que supone la oportunidad de despolitizar este indicador y diseñar un sistema más transparente para fijarlo, aunque los planes de los partidos que aspiran a componer el próximo Ejecutivo parecen avanzar en otra dirección.
La nueva Directiva Europea de Salarios Mínimos, que España deberá transponer en los próximos dos años, exige garantizar la "participación efectiva" de los interlocutores sociales en la fijación del salario mínimo legal, en particular en lo que se refiere a la "definición de los criterios de fijación y actualización", las variaciones y deducciones, la "participación en los órganos consultivos" y la "contribución a la recogida de datos". Un papel muchísimo más activo que el que la legislación española les confiere hasta ahora.
Aunque la normativa impulsada por el Ejecutivo comunitario no pide un acuerdo para subir el SMI, los criterios para establecer una cuantía deben ser acordados entre todos. Además, debe resultar ser transparentes tanto para los ciudadanos como para la Comisión Europea, que pedirá un informe cada dos años sobre los criterios que justifican las decisiones y su impacto.
Su inspiración está en el modelo alemán, en el que es una comisión formada por representantes de patronales y sindicatos (pero elegidos por contar con un perfil académico de expertos en la materia), la que elevan una propuesta sobre el SMI al Gobierno tras votarla.
Este modelo busca alejar el salario mínimo de las decisiones discrecionales (o incluso electoralistas) del Gobierno de turno, y garantizar que evoluciona a un ritmo adecuado para garantizar el poder adquisitivo de los trabajadores, la productividad de las empresas y la competitividad de la economía. Claro que el modelo actual del SMI en Alemania se remonta solo a 2015. Inicialmente se revisaba cada dos años, aunque la evolución de la inflación ha obligado a tomar decisiones con mayor frecuencia.
La directiva no plantea que esta sea la fórmula, pero sí que su diseño 'inspire' a las legislaciones nacionales. Algo harto difícil en nuestro país, en el que la decisión final siempre queda en manos del Ejecutivo y el SMI se ha convertido en un arma política de cada vez mayor peso. No hay más que ver lo ocurrido la última década.
Si algo ha caracterizado los dos Gobiernos de Pedro Sánchez (con los socialistas en solitario y en coalición de Unidas Podemos), ha sido su empeño en subir el SMI. Según las cifras comparables que publica Eurostat, se ha incrementado un 47% desde 2018: la mayor subida entre las grandes economías del euro que cuentan con esta figura (Alemania solo lo ha hecho un 32%).
Un incremento que llegó después de que se hubiera mantenido prácticamente congelado entre 2012 y 2017. En este último año subió un 8% por un pacto precisamente entre el Gobierno de Rajoy y un PSOE que acaba de expulsar a Sánchez como secretario general.
Este breve relato puede dar idea del peso que los vaivenes políticos han llegado a tener en la fijación del salario mínimo. Un indicador que se ha considerado históricamente como el arma del Gobierno, que no tiene poder sobre los salarios pactados entre empresas y trabajadores en el marco de la negociación colectiva, para 'controlar' la evolución de los costes laborales en un país que se jugaba su competitividad a esta baza.
Pero siendo justos, este camino no lo inició Sánchez. Lo hizo su predecesor socialista, José Luis Rodríguez, que en cuanto llegó al poder en 2004 se comprometió a subir el SMI de 430 a 800 euros, aunque solo llegó a los 640 euros antes de que la crisis financiera y el fin de su propio Gobierno dieran al traste con una hoja de ruta que ya se había echado el freno en los años previos.
Mariano Rajoy, cumpliendo la ortodoxia 'anticrisis', prácticamente lo congeló hasta 2016 (cuando solo subió un 1%, 14 euros). La subida de 2017, del 8%, la pactó con los socialistas para salvar los primeros Presupuestos de su segunda y última Legislatura, que concluyó con la moción de censura que llevó a Sánchez a la Moncloa. Y ni siquiera en esa ocasión, tampoco contó con el respaldo de patronal ni sindicatos.
El temor a que esta historia y los 'populares' congelen el SMI si vuelve a ganar las elecciones ha sido agitado por los socialistas y por Sumar, quienes, sin embargo, viven su propio choque interno a cuenta del SMI. Sánchez ofrece garantizar por Ley que se "acompasará" al 60% del salario medio. A Díaz esto le sabe a poco y pretende que sus incrementos se sitúen "por encima del IPC anual para mantener la ganancia de poder adquisitivo de las personas que lo cobran".
En este choque quizá influye que la subida aprobada por el Sánchez en su etapa del presidente del Gobierno con el PSOE en solitario llegó al 22,3% y contó con el consenso de patronal y sindicatos, mientras que de las cuatro aprobadas con Díaz como ministra de Trabajo solo una salió con consenso y el total solo suma un incremento del 17,3%. Y tampoco se las puede atribuir exclusivamente, como los socialistas han recordado en esa campaña.
Desde que llegó al Ministerio, Díaz ha buscado su propia fórmula para diseñar la subida. En estos casi cuatro años ha pasado de imitar a Alemania para convocar un grupo de expertos 'independientes' para diseñar la hoja de ruta estable y con criterios económicos, a firmar acuerdos bilaterales con UGT y CCOO al margen de CEOE.
La vicepresidenta segunda ha presentado este doble discurso entre los 'sabios' y el diálogo social como el aval las subidas, pero obvia que en el proceso se ha devaluado la reputación de la propia comisión, en la que la patronal se negó a participar por considerarla sesgada. Además, la propia Díaz ha demostrado que no le importa demasiado prescindir de los académicos que hicieran análisis algo más críticos sobre las decisiones.
Una postura demasiado cómoda
Los 'populares' por su parte, han querido desmontar los argumentos de sus rivales y han dejado claro en su programa electoral su voluntad de "actualizar" el SMI. Involucrando, eso sí, a sindicatos, empresarios y expertos en la "toma de decisiones". Una fórmula a priori que suena demasiado similar a la planteada por Díaz si no ofrecer garantías de que los resultados no sean los mismos: que los informes solo sirvan para avalar algo que el Gobierno ya tenía decidido hacer y para lo que no requiere del consenso de los interlocutores sociales.
Y es que el artículo 27 del Estatuto de los Trabajadores deja la potestad del SMI en manos del Gobierno. Solo indica que el Ejecutivo decidirá la actualización "previa consulta" con los interlocutores sociales y en función del IPC, la productividad y la coyuntura económica. Esto permite Gobierno tanto ignorar la oposición conjunta o separada de patronal y sindicatos durante años, como expulsar del grupo de expertos a las voces discordantes.
El propio número dos de Díaz en Trabajo, Joaquín Pérez Rey, defendía que el sistema diseñado por su jefa garantizaba la "máxima transparencia" y la directiva europea no obliga a cambiar la Ley actual. No es solo una opinión personal: la jurisprudencia del Tribunal Supremo en los últimos años ha establecido que la decisión sobre el SMI es "naturaleza política" y no puede cuestionarse siempre que cumpla los laxos requisitos fijados por la ley.
Una posición muy cómoda para los políticos, que no han incluido la cuestión de la transparencia en la decisión del SMI en ninguno de sus programas electorales, para dejar de utilizarlo como herramienta política y electoral, tal y como ha ocurrido con las pensiones. Con la diferencia de que la opción de congelarlo, sin dar explicaciones, está también sobre la mesa.