Economía

La reforma de Planas castigará la competencia del sector agrario

  • "Los efectos de la nueva regulación son graves y afectarán a todo el sector"
Foto: Archivo

Hemos pasado en las últimas décadas de un sistema de control de precios a un control de márgenes, bajo el supuesto de que las autoridades reguladoras son capaces de calcular un "margen justo" para cada parte de la cadena alimentaria. Sin duda, este supuesto es un error económico, ya que igual de cambiantes son los márgenes que los precios, dado que están sometidos a la misma dinámica (en el caso agrícola, manifiestamente defectuosa) del mercado.

La idea de fondo de esta reforma es una especie de "cuadratura del círculo". Partiendo del axioma de que no se deben tocar los precios de venta al consumidor de los productos agroalimentarios, redistribuir los precios percibidos por las diferentes partes de la cadena para provocar una subida del precio pagado a los agricultores-productores. En términos globales, lo que se plantea por parte del Gobierno es un juego de suma cero, donde unos ganen (los productores) y otros pierdan (los distribuidores, transformadores y comercializadores), especialmente los comercializadores sobre los que se ha cargado una parte de la responsabilidad en boca del propio Gobierno.

El papel lo aguanta todo, y no digamos si éste es el Boletín Oficial del Estado (BOE). Sin embargo, las consecuencias económicas de los objetivos que persigue una regulación de estas características son graves y afectan por completo a todo el sector. Es evidente la necesidad de revalorizar en origen el producto, pero al mismo tiempo esto no puede ser compatible con mantener los precios de los productos elaborados en la venta al consumidor, dado que los presuntos windfall profits de los intermediarios agroalimentarios no existen.

Un análisis riguroso y desde una perspectiva holística le habría bastado al Ministerio para darse cuenta del gran problema de los márgenes y rentabilidad en el sector agroalimentario. Tomando los últimos datos de la Central de Balances del Banco de España correspondientes a 2018, la industria de transformación alimentaria mediana obtuvo 4 puntos menos de margen bruto sobre su cifra de negocios con respecto a la mediana de las empresas españolas (33,3% en la industria alimentaria frente al 37,19% del total nacional), y 6 puntos menos que la mediana de las empresas de productores agrícolas (39,08%). Es decir, la empresa agrícola mediana tiene unos márgenes más elevados que la industria transformadora, con lo cual el argumento principal del conflicto cae con contundencia.

Evidentemente esto no supone abandonar a los agricultores, ya que estos son la parte más débil de la cadena y una parte especialmente castigada porque es donde se descuentan en precio en origen los pagos directos recibidos de la Política Agraria Comunitaria (PAC), tal como están sufriendo por ejemplo los olivicultores cuyas ventas a Estados Unidos por la aplicación de aranceles se han hundido un 60% tal como informó esta semana elEconomista.

Pero no sólo se puede apreciar en los márgenes sobre ventas. La rentabilidad económica (resultado bruto sobre activos) de los transformadores agroalimentarios es muy similar al conjunto del tejido empresarial español y bastante cercana a los agricultores: 2,86% anual frente al 2,83% y 2,24%, respectivamente. Si se considera además el apalancamiento financiero y se obtiene la rentabilidad financiera (resultado neto sobre patrimonio), las diferencias se estrechan aún más entre los transformadores y los productores, y los dos por debajo casi un punto porcentual de la media nacional (5,19% frente a 6,22%).

Por tanto, la evidencia empírica no respalda la tesis central manejada por la mesa de negociación del sector (donde por cierto no están todos los agentes sino más bien los tradicionales bajo un sistema de representatividad discutible). Fijar las políticas en base a un análisis puramente parcial (sólo observar las estadísticas de precios pagados y precios percibidos) es un error que conduce a políticas donde el teórico remedio puede ser peor que la enfermedad, más aún en un mercado que financieramente no está en la mejor de las situaciones. Según el Banco de España, la ratio de endeudamiento de la industria agroalimentaria es casi 10 puntos superior al endeudamiento de los agricultores-productores.

Restricción del mercado

Dicho en román paladino, la nueva Ley es un ejercicio de soplar y sorber a la vez para la industria agroalimentaria, lo cual convierte esta reforma en un juego de suma negativa, donde el cambio de incentivos y sus costes pueden volver a perjudicar a los agricultores y además pueda repercutirse de forma negativa sobre los consumidores finales. Estos últimos además tienen la curva de demanda más elástica de todos los participantes de la cadena, ya que el encarecimiento relativo del producto nacional abarata relativamente el producto extracomunitario y, por tanto, la demanda de importaciones de terceros países puede aumentar significativamente.

El problema de fondo, en última instancia, es el funcionamiento del mercado sectorial, empezando porque en bastantes productos y segmentos de actividad ni siquiera hay un mercado que se pueda denominar como tal. No existe un funcionamiento racional de la ley de la oferta y la demanda porque no sabemos cuánta y cómo es la oferta, ni tampoco la demanda. En este sentido, los mecanismos de transparencia para la mejora del desempeño son fundamentales, pero qué mejor transparencia que la introducción de competencia en el mercado, y no restringirla, siguiendo las indicaciones además que marca la Unión Europea (UE).

En definitiva, el legislador se equivoca creyendo que la solución al actual conflicto del agro español viene por repartir lo que hay en vez de generar mayores márgenes para las compañías y productores, más oportunidades para todos los eslabones de la cadena y más crecimiento del mercado, especialmente de ventas (la cifra de negocios en 2018 apenas crece un 2,58% en la industria alimentaria y un 2,91% en los agricultores). Este tipo de políticas redistributivas suelen fracasar por el potencial destructor que tiene de incentivos a invertir, generar riqueza e innovar.

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