
La amnistía con la que Pedro Sánchez paga su continuidad en la Moncloa no plantea sólo una cuestión jurídica o constitucional, por mucho que algunos se empeñen en reducirla a esta cuestión. Presenta también un perfil moral, antes que legal, y otro económico, a los cuales me he referido en otras ocasiones en esta columna que me brinda el Economista. Hay además unas consecuencias europeas, cabría decir internacionales, porque el precio que paga Sánchez por siete votos a cambio de su investidura, ha supuesto un duro golpe para nuestra imagen exterior.
La salud democrática de España nunca ha sido un asunto europeo. Todo lo contrario. Nuestra Transición fue un ejemplo para el mundo, y los países que sufrieron el comunismo al otro lado del telón de acero, vieron en el caso español un ejemplo para transitar de la dictadura a la democracia. El prestigio ganado a mitad de los años 70 en la comunidad internacional hacía implanteable cuestionar nuestro Estado de Derecho, asentado sobre el sólido fundamento que representa la Constitución de 1978.
Sin embargo, todo lo construido respecto a la pulcritud democrática de nuestro sistema constitucional se ha puesto en cuestión desde que el partido de Pedro Sánchez, para mantenerse en el poder, aceptó el relato con el que los independentistas acompañan su intento de sedición del 2017 y las consecuencias judiciales que se derivaron del mismo. Desde ese momento, los delitos se convirtieron, como los presos, en políticos y los fugados de la Justicia en exiliados, de ahí que, negociar la amnistía a cambio de la investidura no era más que un acto de esa política en la que cabe todo, incluso, brindar a todo el mundo el espectáculo del Gobierno de la cuarta economía del euro negociando con un eurodiputado prófugo de la Justicia. El Gobierno del PSOE le dio la razón a los jueces belgas que se negaron a ejecutar la euroorden dictada por el juez Llarena y extraditar, entre otros, a Carles Puigdemont.
Nadie en la Unión Europea se puede imaginar a Emmanuel Macron en una negociación semejante o, por quedarnos a nivel de primer ministro, a Olaf Scholz. Nadie en su sano juicio los concibe mercadeando la presidencia de Francia o la del gobierno alemán en Ginebra, en presencia de un verificador internacional, sencillamente, porque incluso si lo piensas desapasionadamente, no los supones humillando a su propio país a cambio de un interés exclusivamente personal. En otras palabras, no los imaginas cambiando la ambición por la codicia como ha hecho el presidente del Gobierno español.
El Gobierno, y quienes argumentan en favor de la amnistía, pero que hacían lo contrario antes del 23 de julio, insisten en reiterar que todo se va a hacer dentro de la Constitución y de la Ley. Pero, si es así, ¿qué sentido tiene la figura del verificador? La amnistía ya la tienen, por tanto, ¿qué requiere la presencia de un tercero que constate lo acordado y su cumplimiento? Parece evidente que no puede descartarse nada y se puede pensar en que se trata de algo que no conviene hacer público en este momento, si no, no se entiende que no se explicite, pues según dicen, estamos en un proceso para garantizar la convivencia.
No creo que nadie se extrañe cuando escuche sostener que el prestigio internacional de nuestro país ha quedado por los suelos. Después de todo, la investidura del presidente del Gobierno de España ha supuesto negociar y aceptar las condiciones impuestas por un prófugo de la Justicia entre las que se incluye el perdón de sus delitos y el de todos aquellos que estuvieron implicados en la consumación de los mismos que, no se olviden, fueron hechos calificados como sedición, malversación de caudales públicos y terrorismo. Posiblemente, el colofón del desprestigio tuvo su manifestación más exacta en el Parlamento Europeo, por las formas y el fondo que Pedro Sánchez lució en el debate en Estrasburgo con motivo del balance de la presidencia europea con el líder del Partido Popular Europeo, Manfred Weber. Toda Europa pudo escuchar la intervención no improvisada de un orador que utilizaba la terminología más propia de un miembro del Grupo de Puebla que la de un líder socialdemócrata europeo.
Cabe preguntarse en qué lugar quedan los diplomáticos españoles que han defendido en todo el mundo que los prófugos de la Justicia española tenían que rendir cuentas ante el Tribunal Supremo, o que la amnistía no cabía en la Constitución, cuando el Gobierno de España sostiene ahora exactamente lo contrario. Hasta el mismo día de las elecciones generales, los miembros del servicio exterior español tenían instrucciones muy precisas para hacer frente a las falsedades que las llamadas "embajadas" de la Generalitat levantaban contra el Estado de Derecho español, ¿qué tendrán que hacer ahora, darles la razón?
Pedro Sánchez ha servido en bandeja la humillación de los españoles a los separatistas por siete votos, negociando en un país extranjero con la presencia de un verificador internacional y con ello está cuestionando nuestra imagen internacional.
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