
Al frente de un gobierno groggy tras ser duramente noqueado en el ring de Andalucía, falto de credibilidad dentro y fuera de nuestras fronteras, sin ideas y profundamente dividido, Pedro Sánchez se encuentra ahora entre la espada del Ecofin y la pared de sus socios de la Frankestein.
El pasado día 17 de este mes, los ministros del Consejo de Asuntos Económicos y financieros de la UE aprobaban la primera pauta de austeridad desde la pandemia para los estados miembros con mayor endeudamiento con el objetivo garantizar en 2023 "una política presupuestaria prudente, limitando los gastos primarios corrientes financiados a nivel nacional por debajo del crecimiento potencial a medio plazo". Lo que traducido al román palado significa que el gobierno español, que es el país con la deuda más elevada de la Unión -supera el 117% del PIB- tendrá que hacer un drástico recorte de los gastos en los Presupuestos del próximo ejercicio.
Ajuste que la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (Airef) ha cifrado ya en 7.500 millones de euros, lo que supone reducir los 23.000 millones de crecimiento del gasto planteado por la sociedad Sánchez y Cia a sólo 15.500 millones, lo que complica seriamente el cumplimiento de las principales promesas del Ejecutivo como la revalorización de las pensiones en relación al IPC, la reforma de la financiación autonómica, el mantenimiento de la bonificación a las gasolinas y gasóleos o el cheque anticrisis para las familias con ingresos inferiores a 1.000 euros mensuales.
Solo la subida de las pensiones en función de la inflación supondría ya un aumento del gasto de 13.500 millones en cálculos del Banco de España, que al igual que la Airef ha pedido ya al Gobierno un plan "fiable y riguroso" para reducir la deuda y dar confianza a los mercados. Sobre todo, teniendo en cuenta que el repunte del coste de la deuda española por la subida de los tipos de interés será de 30.000 millones de euros, 10.000 millones más que las estimaciones del Ejecutivo.
El problema para Sánchez está en que, si asume las reglas de la UE y acomete los recortes de gasto, ajustes y reformas necesarias, se encontrará con el rechazo frontal de sus coaligados podemitas y de sus muletas independentistas, nacionalistas y filoterroristas de la Frankestein, lo que le impediría cumplir su propósito de aguantar en La Moncloa hasta el final de la legislatura. Además de que el precedente de su mentor Rodríguez Zapatero le recuerda que las políticas de austeridad en un año electoral -autonómicas y municipales en mayo y generales en diciembre o enero- abocan inexorablemente a una sangría de votos en las urnas.
Pero si hace oídos sordos a Bruselas y se deja embaucar por los cantos de sirena de los Frankestein se arriesga a perder los fondos de la UE. Bruselas y los llamados "frugales" de la Unión exigen como condición sine qua non para recibir los dineros cumplir con la ortodoxia económica para combatir la inflación y reducir el déficit y deuda. Eso, y que someterá a España a una presión difícilmente soportable de los mercados financieros, con las repercusiones consiguientes de caída de las inversiones, aumento del desempleo, pérdida de competitividad, entrada en recesión con altos niveles de inflación y un empobrecimiento general de la población y las empresas.
Este es el dilema y quienes conocen al Presidente se temen lo peor. Cómo apunta un destacado dirigente autonómico socialista, los primeros anuncios de medidas con las que intentar recuperarse del KO andaluz apuntan a que para mantenerse en La Moncloa "la apuesta de Sánchez seguirá siendo gastar más y contentar a los de siempre". Es decir, mantener una administración elefantiásica con ministerios y ministros tan innecesarios como incompetentes, conservar la pléyade de asesores a dedo y enchufados, malgastar más dinero público, aferrarse a los Frankestein y ceder a los chantajes del separatismo. Cueste lo que cueste y caiga quien caiga. Aunque sea España.