
Eran previsibles varios efectos macroeconómicos de la pandemia: un mayor intervencionismo estatal, problemas de sostenibilidad de la deuda e impuestos. A ello se añade, tras la Covid-19, la esperanza de que el mundo resista el reto para el orden mundial que supone la guerra en Ucrania, así como, tras 40 años desinflacionarios, una mayor inflación estructural.
Efectivamente, la pandemia ha obligado a los gobiernos a intervenir, restringiendo libertades económicas y sociales. Es uno de los principales factores que consideramos en las previsiones a largo plazo. Se ve favorecido por las sucesivas crisis de la última década. Además, hay que tener en cuenta que el sistema económico capitalista ha generado los últimos 40 años externalidades negativas: cambio climático, obstáculos para una atención sanitaria de primera clase, eficacia decreciente de los sistemas de educación públicos y desigualdades en el reparto de renta y riqueza.
El temor a que provoquen inestabilidad social e incluso geopolítica puede abordarse mediante incentivos positivos, como en EEUU o intervención estatal, como en China, con intervención ante la gran escala de las empresas privadas, a menudo en la vanguardia de la tecnología. Europa puede situarse en un lugar intermedio. A ello se añade que la necesidad de la transición ecológica y la confrontación geopolítica también favorecen la intervención estatal.
El caso es que, desde 1980 hay mayor divergencia entre crecimiento económico real y deuda. Se requiere más deuda para generar menos crecimiento. Así, antes de 2008, el ratio de deuda total -incluyendo hogares, empresas y gobierno- sobre PIB era 140% y ahora está por encima de 350%. Es previsible que se mantenga esta divergencia.
Además, tras cuatro décadas de desinflación, es posible una mayor inflación estructural, tanto en economías desarrolladas como emergentes. De hecho, la aceleración de precios que comenzó a mediados de 2020 por los desequilibrios temporales de la oferta y demanda, esconde una dinámica estructural. Efectivamente, hay factores cíclicos que favorecen mayor inflación, incluyendo la normalización de los servicios tras la pandemia, el exceso de demanda con apoyo gubernamental y el aumento de costes de la energía y materias primas. Además, la guerra de Ucrania tiene efecto inflacionista, sobre todo en Europa, con mayor gasto en defensa y energía, a nivel de países y Unión Europea, en su intento de ser independiente energéticamente, lo que se puede traducir en mayor deuda pública. A ello se añaden, factores inflacionistas estructurales. Algunos favorecen una disminución de la inflación. Es el caso de una nueva ola de innovación y las dinámicas demográficas. Ahora bien, la actual oleada de innovación ha madurado y sus características deflacionarias perdido fuerza, cuando puede faltar un par de años para que llegue la nueva oleada de innovación.
De todas formas, las inversiones necesarias para abordar el cambio climático pueden impulsar el crecimiento a largo plazo. Otros factores favorecen una mayor inflación, como la repatriación de la producción y reducción de la dependencia energética. También resulta inflacionista el intervencionismo del Estado y el coste de la transición energética. Con todo, es previsible que hasta 2031 la inflación global sea de media 3% anual, sobre todo en EEUU e Inglaterra y que el crecimiento global sea del 2,8%, menor en la eurozona.
Con todo, hay mayor necesidad de diferenciar entre expectativas de rentabilidades reales y nominales y se requiere una definición muy precisa de objetivos y horizonte de inversión, con disposición para asumir riesgos.
En concreto, respecto a décadas anteriores, en los próximos diez años, es previsible una rentabilidad real negativa -descontando la inflación- tanto en liquidez como en deuda a largo plazo soberana. Así que puede ser necesario incrementar el peso del crédito y de la deuda de mercados emergentes. Por su parte la deuda convertible puede generar una rentabilidad intermedia entre la de la deuda de alta rentabilidad y la de las acciones, mientras que la deuda privada proporcionar mejores y más estables rentabilidades reales. En cuanto a acciones, hay que partir de que los márgenes empresariales han estado en máximos y las valoraciones demasiado altas. Con todo, será posible obtener una rentabilidad de algo más de 5% de media en términos nominales en euros los próximos diez años en renta variable global, si bien menor que la media de la pasada década. Por su parte los hedge funds tienden a evolucionar a largo plazo en línea con la renta variable, con la mitad de rentabilidad, aunque pueden proporcionar diversificación y protección, especialmente durante las crisis, en cualquier caso, diversificando en el número de estrategias que se incluyen. En cuanto a capital privado, las valoraciones se han mostrado excesivas, si bien con apalancamiento, lo que puede mejorar la rentabilidad esperada, que puede ser algo más de 8% de media anual nominal en euros los próximos diez años, menor que en el pasado. Además, el capital riesgo puede proporcionar incluso mayor rentabilidad, si bien hay que acertar el momento apropiado, pue se trata de una inversión cíclica y actualmente estamos en la transición hacia una nueva ola de innovación. En todo caso, la selección de gestores es clave.
El caso es que la asignación estratégica tipo endowment en las carteras – el estilo de los fondos de dotación destinado a garantizar la autosuficiencia a largo plazo de las instituciones-, puede tener un papel más relevante para proteger el capital, a cambio de cierta iliquidez. Este estilo de inversión puede superar al estilo clásico de 60% acciones/40% bonos los próximos diez años. Básicamente asigna un tercio a liquidez y deuda, un tercio a acciones y un tercio a activos alternativos, incluyendo capital privado e inmobiliario, sobre todo activos reales, que, además, pueden proporcionar cobertura frente a la inflación.