En la legendaria Ruta 66, en una destartalada cafetería de algún punto de Arizona hay un cartel que reza: "No hay religión más elevada que el servicio a las personas. Trabajar por el bien común es el credo más importante". Que volcarse en los demás es una aspiración y una habilidad casi tan antigua como la humanidad es algo que no precisa demostración pues, desde tiempos inmemoriales, ha habido profesiones como la enseñanza, la medicina y muchas otras, que han orientado todo su conocimiento y vocación a hacer a otras personas la vida más sabia, más sana o más profunda. O simplemente más fácil. Sin embargo, como también ocurre con muchas otras habilidades, da la impresión de que, en un mundo donde la excelencia de los servicios camina hacia la perfección, donde la automatización satura de eficacia cualquier interacción y donde la digitalización facilita anticiparse a los deseos de los consumidores, la antigua vocación por los demás es algo del pasado. Una impresión falsa, como tantos otros espejismos de la era digital.
Dicen que el Tagalog es el único lenguaje que cuenta con una palabra que significa "yo a ti". Siendo la orientación al otro una variable cultural inseparable del carácter filipino, puede resultar curioso, pero desde luego no es inesperado. Sin embargo, no todas las culturas poseen esta nativa vocación de servicio. Es más, el fenómeno de la burbuja de filtros, cada vez más, hace que los ciudadanos, y por ende los profesionales, tiendan a estar cada vez más orientados a sí mismos pues, cada vez más, tienen la sensación de que el mundo les da la razón. Por otro lado, los habitantes de los países llamados desarrollados viven cada vez en mundos más virtuales que reales, sobre todo los más jóvenes, y el contacto humano cada vez es menos frecuente. En suma, caminamos hacia un mundo en el que el ciudadano se centra en sí mismo mientras desaprende cómo tratar con otros, por mera falta de práctica.
Una de las grandes verdades que sostiene Paul P. Maglio es que el verdadero valor solamente se crea entre seres humanos. No entre seres humanos y máquinas, por sofisticadas que estas sean. Por tanto, el objetivo legítimo no es enseñar a las personas a interactuar con las máquinas, sino lograr que aprendan a interactuar con otras personas a través de las máquinas. Y es en ese sentido, tanto o más que en la aún presente y genuina interacción entre personas, donde cobra pleno significado la orientación al servicio como clave insustituible en la cuarta revolución industrial. En primer lugar porque este tipo de interacción es cada vez más compleja, pero fundamentalmente porque las personas no deben, no deberían nunca, servir a las máquinas, sino a otras personas a través de las máquinas.
Así pues, en un mundo donde las necesidades son cada vez más complejas y los productos y servicios más sofisticados, solo la genuina vocación de servicio a las personas puede ayudar a dar sentido y valor a cada experiencia. No solo desde su concepción, sino sobre todo en su entrega.
No comprender este sencillo principio es equivocar ostensiblemente el auténtico papel que debe jugar la digitalización derivada de la cuarta revolución industrial. No solo porque subyuga el humanismo a un siempre inquietante robotismo, sino por el simple hecho de que el destinatario final de cualquier producto, servicio o experiencia es un ser humano. Se puede creer o no en que no hay religión más elevada que el servicio a las personas o en que trabajar para el bien común es el credo más importante. Pero lo que no arroja lugar a dudas es que la orientación al servicio es una habilidad absolutamente vigente en nuestros días.