
Desde hace meses, es evidente el coste que supuso que el anterior Gobierno enmendara su propia reforma de 2013 y se comprometiera a subir las pensiones un 1,6% este año y el próximo. El gasto en este capítulo vuelve a crecer a tasas superiores al 4% y aún ganará más velocidad en 2019. La causa se halla en el propósito del actual Ejecutivo de aproximar todavía más la revalorización de las pensiones al IPC y compensar a sus beneficiarios en enero, en caso de que la inflación al cierre de 2018 supere el 1,6%.
Todo apunta a que ese escenario se materializará. Los precios subieron un 2,3% en octubre y sería ingenuo esperar una gran corrección en los dos últimos meses. De hecho, aunque la cotización del crudo está bajando, el mercado descuenta que la OPEP y Rusia se aprestan a recortar el bombeo en un millón de barriles diarios lo que evitará mayores depreciaciones.
Por tanto, en 2019, la paga compensatoria de enero, sumada a la nueva revalorización de (como mínimo) el 1,6%, supondrá un gasto extra para la Seguridad Social de 2.800 millones. En paralelo, continúan actuando fuerzas tan gravosas como el alto envejecimiento poblacional que, por sí solo, impulsa el gasto en pensiones cerca de un 3%.
Circunstancias así convierten en una temeridad el propósito de volver a indexar estas prestaciones con el IPC a corto plazo. Aún más peligroso es reconvertir esa vinculación en permanente, como ya propone la Comisión del Pacto de Toledo.
La Seguridad Social ya se encuentra en apuros con un déficit de cerca del 1,5% del PIB. Religar las pensiones a la inflación puede proporcionar réditos electorales, pero a costa de situar esta Administración en situación insostenible.