
Hace ahora casi un siglo, en 1923, Oswald Spengler exponía por primera vez, en el segundo volumen de su Decadencia de Occidente, la reflexión sobre el ocaso al que se encaminaba nuestra encumbrada civilización occidental. Un planteamiento que hoy se manifiesta en toda su crudeza en la vergonzante retirada de las tropas norteamericanas y del resto de aliados ante el avance de los talibanes y con la pasividad de los gobiernos y de las sociedades occidentales ante el genocidio afgano.
Como ocurriera con el hundimiento de la Roma imperial, la invasión de estos nuevos bárbaros, fanáticos de la sharía o ley islámica y del exterminio del infiel, ha puesto al mundo occidental ante el espejo de unos gobernantes mediocres y carentes de liderazgo, de una clase política manifiestamente mejorable y de una sociedad en general que, víctima de sus propias contradicciones, ha renunciado a la defensa de los derechos humanos y de las libertades que son el eje central de los valores que han sustentado las democracias y el progreso de la mayor parte del Planeta. Ni Biden, ni Macron, ni Johnson, ni Van der Leyen, ni por supuesto Pedro Sánchez dan la talla y Merkel se marcha antes de un mes.
Así, mientras los marines norteamericanos, nuestros soldados, policías y guardias civiles, o nuestro embajador Gabriel Ferran – que, por cierto, fue cesado por Sánchez el 4 de agosto- dan la cara y se juegan la vida sobre el terreno para salvar a muchos afganos de la tortura y de la muerte, aquí en Estados Unidos y en Europa, los doctrinarios del "no a la guerra" callan como Judas ante las atrocidades de los talibanes o se incorporan a los críticos de EE UU por retirar las tropas. Y las beligerantes del Me Too como el resto de movimientos feministas permanecen pasivas y con un silencio que deriva en complicidad mientras en Afganistán los talibanes obligan a las mujeres a vestir el burka y las que no lo hacen son azotadas en público, se les limita la libertad de movimiento, se les impide el acceso a la educación, no pueden trabajar ni acudir a los hospitales y se les obliga a casarse con los milicianos.
Hipocresía, sectarismo e incapacidad para entender que si queremos mantener nuestros valores necesitamos un sistema de protección para defenderlos ante quienes pretenden destruirlos. Resaltaba recientemente el embajador Jorge Dezcallar, desde estas mismas páginas que, "si hoy la democracia está en decadencia en el mundo, como muestran los informes de Freedom House, es porque también lo está en los propios Estados Unidos cuya calidad democrática ha bajado durante estos últimos años". Como también lo ha hecho en una Unión Europa que, una vez más, ha vuelto a dar un recital de incoherencias y de desatinos. Incapaz de hacer una declaración conjunta, y con una Comisión Europea y un Josep Borrell como responsable de las relaciones internacionales que han vuelto a poner de manifiesto que la política exterior es una de las grandes asignaturas pendientes de la Unión.
Falta de calidad democrática en Estados Unidos, en Europa, con la España del sanchismo como paradigma, y no digamos en el centro y sur del continente americano, que se traduce en el acoso de los gobiernos al poder judicial, el menosprecio al Parlamento, la hostilidad contra la libertad de información y la prensa independiente o el desprecio y la mentira a una ciudadanía anestesiada. Y ante esta realidad ¿cómo puede exportar Occidente su modelo de democracia cuando con el auge de los populismos ese modelo está en crisis?
Avanzamos inexorablemente hacia una recomposición del orden geopolítico mundial donde la deserción de EEUU va a dar paso a China y Rusia como potencias emergentes o, en el mejor de los casos, hacia un tripartito con los norteamericanos. Un nuevo orden en el que Europa va camino de la irrelevancia y España, si no hay cambio, ni está ni se le espera porque se le ignora.