Resultan ciertamente admirables y merecedores del mayor de los respetos el entusiasmo, la sinceridad y la honestidad que destilan el discurso y la persona de Edmundo Bal, una rara avis en la política española que volvió a brillar en esa Convención Nacional de Ciudadanos que, la todavía presidenta del partido Inés Arrimadas calificaba de "refundación, pero que, salvo milagros que en política no suelen darse, posiblemente sea más acertado definir como el canto del cisne de la formación naranja, en alusión a la antigua creencia de que los cisnes cantan una bella canción en el momento antes de morir.
Una sensación esta que, por encima de los mensajes de no rendirse y las alusiones al liberalismo, era la que cundía en muchos de los asistentes aún siguen fieles a un partido que, como le definía Fernando Ónega es, "románticamente necesario pero que no tiene mucho que hacer". Por que el problema hoy de Ciudadanos no es de ideología ni de espacio político, sino de utilidad.
Recordaba recientemente Francés de Carreras, uno de los padres del partido, que el objetivo fundacional de Ciudadanos fue el de ser bisagra para evitar que el PP y el PSOE tuvieran que ceder a los nacionalistas para gobernar. Un término este de bisagra que en España parece estar contaminado por una injusta connotación peyorativa, a diferencia de lo que ocurre en el resto de las democracias europeas. Y en esa condición de bisagra radicaba su utilidad a ojos de muchos ciudadanos españoles, que le llevaron de ser una formación casi testimonial en Cataluña a convertirse en la tercera fuerza política de España, con 57 escaños en el Congreso, el mayor número conseguido nunca por un partido liberal en las democracias europeas.
Una subida tan repentina como inesperada que le llevó a morir de éxito. A renunciar de su condición de bisagra para, como el visir Iznogoud querer ser califa en lugar del califa. Y como ese personaje de los comics de Goscinny, salió escaldado del intento, perdiendo no sólo su identidad fundacional sino su utilidad para el votante, además de iniciar una cuesta abajo en la rodada hasta convertirse en un partido de cuadros, pero sin votantes.
Desde ese 2018 ha perdido 47 escaños en la Cámara de Diputados, donde las encuestas hoy apenas le dan entre 1 y 3 escaños. Pasó también de ganar las elecciones autonómicas en Cataluña con 36 escaños en 2017 a quedarse con sólo seis cuatro años después. Cataclismo que se repitió el pasado 4-M en Madrid donde se quedó fuera del Parlamento autonómico perdiendo los 26 escaños obtenidos en los comicios precedentes. Además de ser extraparlamentario en Galicia y hundirse en el País Vasco en coalición con el PP.
Ese error por ambición, como el de renunciar a presentarse a la investidura en Cataluña, el fallido acuerdo para gobernar con Sánchez, las deslealtades de Aguado en Madrid, o la esperpéntica alianza para presentar mociones de censura en Murcia y Castilla y León traicionando a sus socios de gobierno, además de la tragicomedia del Ayuntamiento de Granada ha creado en los votantes de centro moderado la convicción de que votar a Ciudadanos es tirar el voto. Un sentimiento que es muy difícil de revertir y que, sobre todo, necesita tiempo. Un tiempo del que la dinámica del calendario electoral juega en contra de la formación naranja. Sobre todo, porque si, como la propia Inés Arrimadas ha admitido, la prioridad para consolidar la recuperación económica y para salvar las instituciones democráticas es echar a Sánchez, el empecinarse en seguir dividiendo el voto del centroderecha es ir en el sentido contario de los intereses que dicen defender y de los españoles todos.
La ausencia en esta Convención Nacional de Albert Rivera, que ahora es uno de los principales asesores de Pablo Casado y el PP, y de otros ex dirigentes como Villegas o Girauta, es un aviso a navegantes de por donde sopla el viento. Máxime si, como apuntan voces relevantes de Génova, Rivera aparece en la Convención Programática de los populares en octubre. Al tiempo.