Opinión

La inflación y el Tratado de Maastricht

El remedio de la inflación puede ser peor que la enfermedad

Aún es pronto para saberlo, pero quizás se están poniendo las bases de un inevitable choque de trenes en Europa y, posiblemente, en buena parte del mundo. La cuestión es la siguiente: como consecuencia de la Gran Recesión y de la pandemia de la COVID, los volúmenes de deuda pública han aumentado a nivel mundial hasta niveles desconocidos.

Así, por ejemplo, según las últimas estimaciones del Fondo Monetario Internacional, la ratio deuda pública/PIB de Estados Unidos pasará de un ya elevado 106% en 2018 a un 137% en 2025. En la Eurozona, se pasará, para los mismos años, de un 85% a un 94%, muy por encima del límite del 60% fijado en el Tratado de Maastricht; Francia pasará de un 98% a un 123%; Italia, de un 135% a un 153%; y España, de un 97% a un 118%. Japón bate todos los récords de un 236% a un 264%. Entre las grandes economías avanzadas, sólo Alemania parece volver a la normalidad, pues según el FMI pasaría de un 62% en en 2018 a un 59% en 2025.

El fenómeno es global, y no sólo afecta a las economías desarrolladas. Según estas mismas estimaciones, las economías emergentes pasarán de una ratio deuda pública PIB del 49% en 2018 a un 69% en 2025.

Ante este crecimiento explosivo de la deuda pública, hay tres opciones. O, más probablemente, una combinación de las tres:

Primera, hacer como Japón. Japón lleva décadas acumulando déficits públicos que se transforman en deuda, sin que esto haya afectado a su inflación (que es muy baja), ni a sus saldos exteriores, ni a su crecimiento (aunque este es escaso), ni a su desempleo (que también es pequeño). El ejemplo de Japón ha llevado a algunos a pensar que el déficit público ha dejado de ser un problema; que se pueden soportar déficits continuados, con bajos tipos de interés gracias a la acción de los Bancos Centrales (que están comprando grandes cantidades de deuda pública) y sin crear inflación. Puede ser, pero yo tengo mis dudas. La economía japonesa es única en muchas de sus características. La población está disminuyendo, por lo que un bajo crecimiento es compatible con mejoras de bienestar; la tasa de ahorro es muy alta, por lo que una parte de la deuda la compran los propios japoneses sin depender del ahorro externo; y Japón tiene una tecnología de primer nivel y un superávit exterior permanente. Es como si en la sociedad japonesa hubiera un acuerdo implícito de que el gobierno puede mantener un nivel de gasto permanente por encima de los ingresos, pero la población ahora lo suficiente para comprar la deuda y así no tener que subir los impuestos. El gasto público en japón no induce un crecimiento del gasto privado, de la inflación y del deterioro de los saldos exteriores. ¿Pero es esto aplicable al resto de economías?

La segunda opción es la tradicional, el ajuste fiscal. Ante un gasto estructural que crece por encima de los ingresos permanentes, y ante la evidencia de un desequilibrio creciente, sólo cabe incrementar ingresos y disminuir gastos (sólo incrementar ingresos no suele funcionar, hace falta también reducir la dinámica de gasto). Es la solución ortodoxa, la que no genera desequilibrios a futuro, no crea inflación y evita el descuadre de las cuentas exteriores. Es la respuesta que se dio a la salida de la crisis anterior. El problema de esta solución es que genera ajustes de renta explícitos. Además, aquellos grupos económicos o sociales más organizados o con más peso en el voto consiguen salir más indemnes de este proceso de ajuste, bien evitando que les suba la imposición, o bien garantizándose niveles de gasto. Esto lleva necesariamente a conflictos políticos y sociales, entre ellos, el intergeneracional.

La tercera posibilidad es recurrir al impuesto implícito que es la inflación. Desde tiempos de Diocleciano, los gobernantes asfixiados por el peso de la deuda han acudido a la inflación como medio de aliviar su situación. El Estado emite moneda con la que pagar sus deudas, la moneda emitida crece más deprisa de lo que lo hace la economía, y el resultado es más dinero persiguiendo menos bienes, por lo que suben los precios. La inflación es un impuesto silencioso cuya base imponible son todos los activos cuyo valor no crece con el incremento de los precios (activos líquidos, deuda, contratos largo plazo no indexados, etc.), es decir diluye el valor de la deuda pública. Además, mediante la inflación se puede redistribuir el gasto sin que esa redistribución sea tan explícita como en la segunda posibilidad: basta con incrementar unas partidas por debajo de la inflación para que estas disminuyan en términos reales, sin que se note tanto.

Pero la inflación desincentiva el ahorro, distorsiona la señal de precios de la economía, provoca guerras de rentas y reduce la competitividad. Es por ello, que los efectos positivos que puede tener para las cuentas públicas terminan perdiéndose y, al final, es peor el remedio que la enfermedad. Con acierto, un Ministro de Economía español llegó a decir que la inflación es la droga de los Gobiernos: a corto plazo, produce bienestar, pero, a largo genera dependencia y destruye las economías. Es por ello por lo que el Tratado de Maastricht era tan estricto con los déficits y la deuda públicos. Esa es la razón del Pacto de Estabilidad Europeo y de las reglas fiscales de la Unión Monetaria. Y es por esto por lo que el Tratado prohíbe que Banco Central Europeo monetice déficits públicos.

Pero en unas circunstancias como las actuales la tentación es grande. La inflación, por ahora, brilla por su ausencia, los tipos de interés no pueden estar más bajos, los Bancos Centrales están comprando, desde la Gran Recesión, cantidades ingentes de deuda pública (que aún permanece en sus balances) y no parece haber ninguna consecuencia negativa. ¿Por qué entonces no monetizar los déficits públicos? Y, si hay algo de inflación, tampoco pasa nada, al fin y al cabo, está en estos momentos anormalmente baja.

Esta forma de pensar será en los próximos meses cada vez más frecuente. Los valedores de esta tesis defenderán que se trata sólo de pecar un poco para evitar los altos costes del ajuste fiscal (en realidad para evitar hacer explícitos estos costes). Los detractores defenderán que una vez que se inicia ese camino ya no hay marcha atrás, y los costes de reducir la inflación son mayores que los de ajustar las cuentas públicas.

La tentación esta allí. Y el fruto prohibido es muy apetecible para muchos. Por eso Maastricht había situado la manzana prohibida del déficit y su monetización fuera del jardín de la Unión Monetaria.

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