El 18 de diciembre del 2011 los entonces presidentes de La Caixa, Isidro Fainé, y de Bankia, Rodrigo Rato, se estrecharon la mano para sellar el acuerdo que acababan de alcanzar: la fusión de ambas cajas para crear el primer banco doméstico y tercero español, detrás del Santander y del BBVA.
La operación había sido consultada al presidente electo Mariano Rajoy en la sede del PP en la calle Génova y al presidente de la Generalitat, Artur Mas. Ambos habían dado su plácet. La presidenta madrileña, Esperanza Aguirre no se había opuesto. Todo estaba dispuesto para que se anunciara la boda a bombo y platillo.
Fainé y Rato habían pasado meses de reuniones secretísimas para ultimar hasta el menor detalle. La operación suponía cerrar 4.000 oficinas y despedir a 20.000 trabajadores, lo que supondría pagar indemnizaciones de cerca de 7.000 millones de euros. El dinero lo obtendrían de las plusvalías que lograrían de la fusión. El objetivo era ahorrar costas para conseguir los recursos que ambas entidades, sobre todo la madrileña, necesitaban entonces para provisionar la morosidad.
Aquel planteamiento era muy similar al que nueve años después se ha vuelto a producir. Entonces, igual que ahora, la recesión estaba provocando elevadas tasas de morosidad. Las familias estaban dejando de pagar sus hipotecas y las empresas agobiadas por la contracción de la demanda fallaban en sus pagos. Las entidades tenían que provisionar los fallidos y de no hacerlo corrían el riesgo de quebrar y acabar intervenidas por la autoridad monetaria. Para evitarlo, CajaMadrid se había fusionado con las cajas valencianas y gallegas, de comunidades autónomas gestionadas por el PP, dando lugar a Bankia. Pero en lugar de resolver sus problemas los habían agrandado. Necesitaban urgentemente más de 23.000 millones de euros para evitar su quebranto.
Para Rajoy y para Mas la fusión resolvería los problemas financieros, sería el detonante para otros movimientos, reordenaría las participaciones industriales y sería un movimiento estratégico para cerrar la brecha entre Madrid y Barcelona. Todos ganaban.
Sorprendentemente, el 20 de enero de 2012 Rato comunicó a Rajoy que ya no quería la fusión. Había decidido continuar su camino en solitario como le había recomendado su equipo. ¿Qué había pasado? Al ver que el presidente nombraba ministro de Economía a Luis de Guindos y de Hacienda a Cristóbal Montoro, pensó que los que habían sido sus subordinados le obedecerían. Crearían un "banco malo" en el que depositaría sus fallidos y la entidad que presidía quedaría limpia, sin que fuera necesario entregarla a los catalanes. Grave error de cálculo.
Los ministros populares no solo no cumplieron los deseos de su antiguo jefe, sino que forzaron su destitución el 7 de diciembre de 2012, un día antes de que la entidad fuera intervenida. Meses después Rato acabaría en la cárcel.
Todos los presidentes del sector le habían dado la espalda a Rato y le habían pedido a Rajoy que nombrara a un gestor profesional como Goirigolzarri. Europa, encabezada por Ángela Merkel, había presionado para que se explotara aquel grano de pus. Tal como explico en "Los días que vivimos peligrosamente" (Planeta, 2012). Y España quedó intervenida por "los hombres de negro" el 9 de junio a cambio de recibir 100.000 millones. Bankia recibió 23.460 millones que aún no ha devuelto y nunca podrá devolver.
La historia se repite. La fusión está anunciada, pero no está hecha. Una marcha atrás supondría un coste para la hacienda pública y para el sector financiero sería incalculable. Tal vez por esto el gobierno de coalición de izquierdas ha tenido que aceptarla, incluido el Presidente de Podemos, Pablo Iglesias, partidario de la nacionalización de la banca.