
En 1990, doce economías avanzadas tenían un impuesto al patrimonio. Ahora sólo son cuatro, después de que en 2017 el presidente francés Emmanuel Macron eliminó el que regía en su país. Pero en EEUU se desató un intenso debate por la propuesta de la senadora Elizabeth Warren, una de las principales precandidatas presidenciales demócratas, de introducir un impuesto del 2 por ciento a la riqueza de los "ultramillonarios" (y 3 por ciento a la de los milmillonarios).
En un nuevo libro, los economistas Emmanuel Saez y Gabriel Zucman de la Universidad de California, que asesoraron a Warren, aseguran que su impuesto daría una respuesta a la creciente concentración de riqueza en EEUU y recaudaría unos 250.000 millones de dólares al año (el 1,2 por ciento del PIB). Pero críticos como Larry Summers, exsecretario del Tesoro durante la presidencia de Bill Clinton, y Greg Mankiw, que fue asesor económico principal del presidente George Bush (hijo), sostienen que un impuesto al patrimonio generaría poca recaudación, distorsionaría la conducta de los inversores y no limitaría el poder de los ultrarricos. La controversia que se desarrolla en torno de este tema está destinada a ser definitoria para los demócratas.
Una sociedad en la que la herencia vale más que el trabajo de toda una vida es ineficiente
El punto de partida del debate es bastante claro. Como observó Lucas Chancel (de la Escuela de Economía de París) en un congreso reciente sobre la lucha contra la desigualdad organizado por el Instituto Peterson de Economía Internacional, que hay un aumento de la concentración de riqueza es innegable, al menos en EEUU. Según Saez y Zucman, hoy el 1 por ciento de los hogares estadounidenses más ricos posee el 40 por ciento de la riqueza del país, mientras que el 90 por ciento inferior sólo posee la cuarta parte (de 1980 a hoy, el 1 por ciento y el 90 por ciento cambiaron lugares).
En general los economistas son renuentes a formular juicios normativos sobre la desigualdad de riqueza, porque la teoría no les provee de elementos adecuados para hacerlo. Si los innovadores se vuelven inmensamente ricos, es de suponer que se debe a que sus innovaciones fueron inmensamente valiosas (en cuyo caso se merecen la riqueza obtenida) o porque consiguieron convertir su idea en una renta monopólica, algo que es tema para la política de competencia, no la tributaria. Por ejemplo, aunque muchos economistas defienden que se le pongan límites al creciente poder monopólico de Amazon, la mayoría no propone quitarle a Jeff Bezos el valor de sus innovaciones con impuestos.
El tributo debe estar limitado solo a las grandes fortunas que superen los 50 millones
Además, la tributación de la riqueza genera por sí misma discusión. Como sugiere Mankiw, basta pensar en dos profesionales de alto vuelo con ingresos comparables pero estilos de vida diferentes. ¿Por qué el que ahorra e invierte debería pagar más impuestos que el que se va a esquiar en jet privado? No hay duda de que el primero contribuye más con su ahorro al bienestar colectivo; en todo caso, la carga impositiva debería recaer sobre el esquiador.
Por eso muchos economistas, en vez de gravar el patrimonio, defienden una combinación de impuesto progresivo sobre la renta e impuesto a la herencia. Pero esta idea conlleva dos problemas. El primero es que la renta de muchos ultrarricos es pequeña. Como señalan Saez y Zucman, Warren Buffett y Mark Zuckerberg no ganan mucho más de lo que gastan. Su patrimonio aumenta por plusvalías (ganancias de capital), no por el ingreso ahorrado. Y como esas plusvalías sólo pagan impuestos cuando se venden los activos correspondientes, básicamente el incremento patrimonial anual de esas personas no está sujeto a impuestos.
El segundo obstáculo es que el impuesto a la herencia es un tema políticamente tóxico. Las encuestas de opinión muestran sistemáticamente que aunque a los economistas les encanta la idea, la mayoría de los votantes la detesta. Y los políticos, comprensiblemente, tienden a evitar aquello que la mayoría de los votantes rechaza.
Pero si el impuesto a la renta no alcanza a las plusvalías y no hay un impuesto sucesorio que redistribuya la riqueza al morir las personas, es inevitable que la desigualdad de riqueza siga aumentando. Algunos dirán que no hay nada de malo en eso, siempre que el capital se ponga a trabajar en usos productivos o colectivamente beneficiosos. En Alemania, por ejemplo, las compañías privadas están exentas del impuesto a la herencia, lo que permite la transferencia intergeneracional de las empresas familiares de nivel intermedio (las "Mittelstand", esenciales para la prosperidad del país).
Pero una sociedad de herederos donde el capital heredado vale más que el trabajo de toda una vida es moralmente indefendible, es difícil de sostener políticamente y puede no ser económicamente eficiente. Los herederos suelen ser malos gestores y malos inversores.
Es verdad que un impuesto al patrimonio no está exento de dificultades. Por ejemplo, ¿qué impuestos debería pagar la persona que funda una startup que ya tiene valor de mercado pero todavía no genera ingresos? ¿Debería pagar al fisco con acciones? Y en Europa, que no tiene un régimen tributario armonizado, ¿qué pueden hacer las autoridades nacionales, cuando los ricos pueden simplemente mudarse a otro país? Diseñar un impuesto justo y eficiente al patrimonio será inevitablemente más complicado de lo que suelen afirmar sus proponentes.
Al menos una cosa es clara: no es posible tomar como modelo los impuestos al patrimonio que ya hubo en Europa. Partían de un umbral demasiado bajo (1,3 millones de euros/1,5 millones de dólares en el caso del impôt de solidarité sur la fortune francés) y a resultas de ello tenían montones de exenciones. En el caso francés, el valor de las empresas no tributaba hasta el momento de la venta, de modo que alguien que fundaba una startup tras otra pagaba impuestos, mientras que un emprendedor más lento se libraba de hacerlo. Y aunque no era improbable que la cartera financiera de una familia francesa moderadamente rica generara rendimiento negativo tras descontar impuestos, la alícuota impositiva efectiva sobre el patrimonio de las cien personas más ricas del país era un ridículamente bajo 0,02 por ciento.
Como sostienen Saez y Zucman, un impuesto al patrimonio debería tratar todos los activos del mismo modo y partir de un umbral suficientemente alto. Warren propone un impuesto del 2 por ciento a las fortunas superiores a 50 millones de dólares. El umbral equivalente en Europa sería probablemente menor, pero sin duda no lo suficientemente bajo para contentar a Thomas Piketty, que en su último libro propone un impuesto del 5 por ciento anual sobre las fortunas de 2 millones de euros. Warren quiere reformar el capitalismo, pero Piketty querría acabar con él y erradicar la propiedad privada como la conocemos.
La desigualdad ha vuelto a ser (y con razón) un tema central en los debates sobre política económica. El impuesto al patrimonio no es una panacea, y ni siquiera una respuesta ideal a la creciente desigualdad, aunque deba debatirse.