La mala salud de la capacidad de consumo de hogares y empresas es ya manifiesto en múltiples estadísticas. El crecimiento del PIB en el segundo trimestre fue del 0,4 por ciento, el dato más bajo desde 2015, debido a la pérdida de fuelle de la demanda interna (su avance se vio reducido en casi un punto porcentual respecto al inicio del año).
Pero es en los datos más recientes es donde con mayor contundencia se muestra el menor vigor del que ahora es el único motor de la economía. La inflación del mes pasado volvió a caer y situó su tasa interanual en el 0,1 por ciento, un mínimo inédito desde 2016.
El estancamiento de los precios es coherente con el avance que muestra la tasa de ahorro de los españoles hasta su récord de una década: 19,3 por ciento de la renta disponible. La debilidad del consumo es tan patente que ya ha obligado al Banco de España a recortar sus previsiones económicas para 2019 y 2020. Incluso el Gobierno, hasta ahora muy optimista, asegura que será "prudente" en el informe presupuestario que el día 15 enviará a Bruselas.
Pero el problema estriba en que, pese a revisar sus pronósticos, las Administraciones no reconocen como deben esa nueva realidad. Lo delata el modo en que el déficit público llegó al 2,1 por ciento en junio y ya superó la meta de todo el año. En paralelo, la deuda se apunta un nuevo máximo al escalar al 98,9 por ciento del PIB, sin poder contar con los alivios estadísticos que supondrían el avance de la inflación y del PIB.
El problema nada tiene que ver con la recaudación, ya que que ésta crece un 4,4 por ciento en el caso del Estado, sino en el alto gasto acumulado. Afanarse en alimentar ese desembolso, tras el 10-N, e intentar sostenerlo con impuestos más altos, constituye la vía más segura hacia una peor desaceleración
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