
El BCE celebró el Consejo de Gobierno con mayor expectación de los últimos años. Llegó incluso a especularse con que sería comparable a la famosa reunión de 2012 cuando, en plena crisis de deuda de la Unión Monetaria, el presidente Mario Draghi se mostró dispuesto a hacer "todo lo necesario" para salvar el euro.
Sin embargo, en este ocasión, la acción de Draghi fue mucho más moderada. Se limitó a la ya muy previsible rebaja de la facilidad de depósito (la tasa que el BCE cobra a los bancos por custodiar sus excesos de liquidez), hasta el 0,5 por ciento negativo, y a una muy cauta reactivación de su programa de compras masivas de deuda pública y corporativa. En concreto, la nueva expansión cuantitativa del banco central implica adquirir activos por valor de 20.000 millones cada mes, una cifra muy inferior a los 60.000 millones mensuales que el llamado QE absorbía en su primera edición. En todo ello no cabe reprochar a Draghi exceso de cautela y, de hecho, el mercado acogió bien sus movimientos. Nadie puede dudar de que la situación actual no tiene comparación con la propia de 2012.
Draghi hace el gesto que le permite una política monetaria ya casi agotada e insta a los Gobiernos a que actúen
Pero, sobre todo, debe tenerse en cuenta el mensaje que Fráncfort transmite a los Estados de la eurozona. La capacidad de influencia de la política monetaria, tras años de constante expansión, es ya muy limitada, incluso en el caso de que recurra a medidas ahora pospuestas como nuevas bajadas de tipos (hasta situarlos en negativo). No cabe esperar ya mucho sobre sus efectos sobre el crecimiento del PIB, ahora que Alemania vuelve a estar en riesgo de recesión, y sobre el débil avance de la inflación. En este contexto, Draghi demuestra que se le acaba la munición e insta a los Gobiernos a que tomen ellos la iniciativa con reformas y estímulos.
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