
Hace ya tiempo que se dio por hecho que Mario Draghi se despediría de la presidencia del Banco Central Europeo (BCE) sin subir los tipos de interés oficiales. El último plazo, muy lejos del final de su mandato, que expira el 31 de octubre, lo puso el propio economista italiano en el Foro de Sintra del mes de junio, en el que habló de que no ocurrirá "al menos, hasta la primera mitad de 2020".
Hace poco más de un año entraba dentro de la lógica que él mismo los hubiera incrementado antes de marcharse. Sin embargo, tras haber puesto punto final al QE-programa de compra de deuda- a finales de 2018, el riesgo de que la desaceleración del crecimiento acabe en recesión por el impacto de la guerra comercial, el enmarañamiento del Brexit y la rebeldía del Gobierno de Italia han obligado al presidente saliente a admitir la idoneidad de adoptar otra ronda de medidas acomodaticias que acompañen el aterrizaje de las economías de la eurozona, evitando un accidente.
El mercado espera que Draghi detalle la nueva hoja de ruta en la reunión del BCE sobre política monetaria del 25 de julio. En ella, ya se ha descontado que estarán incluidos una reducción de la tasa de depósito, que se ejecutará en el mes de septiembre, y un nuevo plan de adquisición de activos -en el que la deuda corporativa desempeñará un papel más importante-.
Los inversores, los países y la banca exigen al BCE rapidez, contundencia y creatividad ante un panorama en el que los estímulos, que efectivamente alimentaron la recuperación económica, han servido también para convertir las rentabilidades de las referencias del mercado de deuda de la eurozona en un páramo, al llevarlas a mínimos históricos -hundiéndose actualmente muchas de ellas en terreno negativo- y para dejar la inflación -el principal objetivo de la institución- sin alcanzar de forma estable el 2%.
Desde el "haré lo que sea necesario", el carisma de Draghi ha servido para capear los distintos contratiempos y para maquillar las ineficiencias y desequilibrios de sus políticas. Y el mercado, irremediablemente, parece sentirse seguro en sus manos. Pero no ha podido evitar que la búsqueda de refugio de los últimos meses haya agravado las consecuencias de sus medidas heterodoxas y que, por otra parte, haya sido acusado de ser incapaz de hacer llegar con más nitidez los estímulos a los ciudadanos de a pie.
Sin duda, su sucesora, la francesa Christine Lagarde, cuenta también con la carta del carisma -de una ex directora del FMI es lo menos que se puede esperar-, a la que tendrá que recurrir para hacer bueno el legado de Draghi. En el corto y seguramente en el medio plazo, no le quedará más opción que seguir el camino marcado en un contexto en el que prácticamente todos los bancos centrales, incluida la Fed, han decidido acompañar a sus economías ante las incertidumbres, pero su condición de impulsora de la troika de los rescates será temida en los países periféricos.
"La crisis de Lehman Brothers podría no haber ocurrido si el banco hubiera sido Lehman Sisters"
En el campo simbólico parte con características casi revolucionarias. No es economista de formación, sino abogada e inexperta en política monetaria. Pero lo más relevante es que, al ponerse al frente del BCE, firma un nuevo hito del feminismo, tras haber sido la primera ministra de finanzas de un país del G8 y la primera directora del FMI. Un hecho que cobra peso si se tiene en cuenta que el BCE es uno de los órganos de poder más masculinizados de la eurozona, lo que Francia ha utilizado para situarla en el cargo.
Seguramente, pronto se le recuerde aquella frase en la que aseguró que "la crisis de Lehman Brothers podría no haber ocurrido si el banco hubiera sido Lehman Sisters" y también la condena en su país por negligencia en un caso de desvío de dinero público del que se benefició el empresario Bernard Tapie.