
Desde las páginas de este diario, en varias ocasiones he venido comentando que la política monetaria en Europa estaba agotada. Los intentos por parte del BCE de insuflar actividad y un mayor crecimiento de los precios son loables, pero desgraciadamente baldíos o en el mejor de los casos insuficientes. Llevamos ya mucho tiempo viendo cómo Draghi lo intenta una y otra vez con toda una serie de medidas convencionales y algunas más imaginativas. Detectamos, sin embargo, que el crecimiento del IPC sigue muy alejado de ese 2 por ciento. Sí, es cierto que vemos a las economías europeas en una senda de crecimiento del PIB, sin embargo los datos de incremento de actividad son raquíticos. Esa falta de ritmo incide en que los datos del mercado laboral, en especial el desempleo, nos dejen a todos un amargor en la boca difícil de digerir. Es más, volviendo a los precios, hay que hilar más fino, puesto que la inflación subyacente continúa mostrando síntomas de que en Europa ni hay inflación ni parece vaya a hacer acto de presencia.
Desgraciadamente, la política monetaria, tanto la ortodoxa como la más imaginativa, es eficaz en el corto plazo, pero se diluye cuando la situamos en el largo plazo. Veamos las caídas de los tipos de interés: ninguna empresa o familia va a consumir más o invertir, tan solo por el abaratamiento del coste de la financiación. Su mayor gasto vendrá de la mano de sus expectativas; si éstas mejoran, ese aumento del consumo se producirá. Si las familias no ven un futuro alentador en los mercados laborales, la mayor fuente de rentas para ellas, tanto por culpa de los bajos salarios como por las elevadas tasas de desempleo, los ciudadanos no van a consumir más.
Si, además, las familias se encuentran fuertemente endeudadas, como así ocurre, entonces su decisión será amortizar préstamos, pero no incrementar los mismos. Además debemos lidiar con un envejecimiento de la población que lleva a un aumento del ahorro, más en la situación de algunos sistemas públicos de pensiones. Si volvemos nuestros ojos a las empresas, éstas no van a incrementar su inversión si no ven una recuperación de la demanda o aumentos de productividad que impulsen sus cuentas de resultados.
Por cierto, los bancos no van a incrementar sus carteras crediticias. El saldo vivo de préstamos bancario continúa disminuyendo, ya que el sistema bancario prosigue con fuertes problemas de reestructuración y saneamiento, además de que la reglamentación se les endurece y dificulta la actividad prestamista. Los bancos, no por tener a su alcance los euros que imprime el banco central y pone a su disposición, va a prestar mientras que no vean expectativas de caída de la morosidad.
La descripción de los hechos anteriores pone de manifiesto que nos encontramos ante una especie de situación de nudo gordiano para la política monetaria. Ésta, por sí misma, es incapaz de resolver el actual contexto de inmovilismo: ni el desempleo cae, ni se recuperan los salarios, ni se mejoran las expectativas de empresas y familias, ni la economía termina de arrancar. Este es el problema que actualmente tenemos, el del cansancio. Los economistas podemos decir que la crisis ha acabado, sin embargo las familias y las empresas no solo no lo perciben, sino que no se recuperan de los efectos de la tremenda crisis sufrida. Ese cansancio, en algunos casos tremendo enfado, produce un desarraigo total, que aumenta la frustración e insufla las recetas populistas.
Desde hace mucho tiempo instituciones y organismos, así como una gran mayoría de economistas, venimos diciendo que son necesarias otras medidas. El mismo BCE por boca de su gobernador también lo manifiesta. En cada intervención, Draghi pide una y otra vez reformas a los Gobiernos y políticas presupuestarias. Sin esas reformas, sin esas políticas de inversión pública, la política monetaria es baldía; con ellas la conjunción es mucho más eficaz. Sin ese cóctel difícilmente el ciudadano va a sentir la recuperación, el cierre de la brecha que la crisis ha abierto.
Ahora bien, parece que la percepción comienza a cambiar. La nueva posición de Bruselas deseando un paquete de gasto e inversiones públicas de 50.000 millones, insuficiente a todas luces, es una primera muestra de esos nuevos vientos. Lo es también la postura de Alemania, que comienza a darse cuenta que, de que no incrementar el consumo y la inversión en aquel país, está condenando al resto de Europa a crecimientos bajos y por tanto a tasas de paro inaceptablemente altas. Porque no nos engañemos, Francia, Italia y España no están para gastar teniendo en cuenta las ratios de deuda sobre PIB. Son Alemania y algunos países más los que sí que pueden gastar más, especialmente con una balanza comercial claramente excedentaria a su favor.
Pero no solamente ahí tenemos revulsivos, también el incremento del plan Juncker o posibilitar y apoyar inversiones privadas a través de project bonds y green bonds, así como otras formas de inversión privada pueden insuflar vida a una catatónica Europa. Todo indica que existe una tímida percepción de que no avanzamos por el buen camino, que hace falta más. El problema es que Europa es una máquina tremendamente lenta en variar y tomar medidas. La falta de reconocimiento del problema, así como la lentitud en enmendar la dirección carcome el futuro económico del Viejo Continente y sus ciudadanos.