
A punto de cumplirse dos años de la aprobación de la Ley de Empleo que prometía reforzar la coordinación de las oficinas públicas de empleo, uno de los indicadores más utilizados de su eficacia apunta a un claro fracaso. En el pasado mes de diciembre, se registraron 1,5 millones de colocaciones, de las que un 48%, 730.325 correspondían a demandantes de empleo. Pero solo 29.587 se produjeron gracias a una oferta gestionada por estos servicios, una cifra que equivale al 0,7% de los 4,4 millones de personas inscritas en ellos para, precisamente, encontrar trabajo. Si contamos solo a los 2,56 millones de parados, la cifra tampoco es para tirar cohetes: solo un 1,2%.
Esta aparente inutilidad de la intermediación pública vuelve a traer a colación una polémica ya clásica en el mercado laboral español, la de la utilidad de las oficinas de empleo. Una cuestión definida por los choques entre administraciones, un reparto anual de miles de millones cuya finalidad parece perderse bajo un incomprensible laberinto burocrático y, sobre todo, la opacidad de unos datos que muchos de los propios usuarios de estos servicios no comprenden. Lo que hace que la confianza en estas instituciones se encuentre bajo mínimos.
Los datos que publica el Servicio Público de Empleo Estatal (SEPE) no contribuyen precisamente a mejorar esta percepción. Empezando porque solo habla de colocaciones de demandantes, sin especificar cuántos son considerados parados. Un matiz relevante si tenemos en cuenta que más de un millón de los demandantes están ocupados o tiene una relación laboral (caso de los fijos discontinuos inactivos).
Pero eso no significa que no busquen mejorar sus oportunidades profesionales y puedan beneficiarse de los servicios públicos, aunque los parados son el colectivo prioritario. Sin embargo, incluso cuando solo tomamos a este colectivo como referencia, las colocaciones con oferta previa apenas llegan al 1,2%.
Existe otra variable a tener en cuenta: la edad. Y es que los servicios públicos de empleo priorizan en su atención a los colectivos con mayores dificultades de empleabilidad. Aunque esto incluye un amplio listado, las categorías más numerosas son los jóvenes y los mayores de 45 años. Respecto a los beneficiados por las ofertas, la balanza se decanta por los demandantes y parados de entre 20 y 25 años, que alcanzan porcentajes del 0,9% y 1,6% respectivamente, seguida por los que están entre 50 y 54 años, que alcanzan el 0,8% y el 1,3%.
Todos los demandantes, parados o no, suscriben un compromiso de actividad que pasa por renovar periódicamente la propia inscripción. Además, los desempleados adquieren un compromiso de activación, más estricto si reciben alguna ayuda por desempleo, que incluye "no rechazar ofertas adecuadas de empleo".
Reparto de competencias (y culpas)
La gestión de las políticas activas, que incluyen todas las actuaciones destinadas a encontrar empleo a los parados y al resto de demandantes, corresponde a las comunidades autónomas (salvo en Ceuta y Melilla, donde la competencia es estatal). Esto lleva a un tira y afloja entre los gobiernos autonómicos y el Ministerio de Trabajo, que no dudan en atribuirse los aciertos y derivar los errores, escudándose en el reparto competencial.
Una distribución que funciona desde los primeros años del siglo, cuando el antiguo Instituto Nacional de Empleo (INEM) desapareció para dejar paso al nuevo SEPE, que gestiona las prestaciones y subsidios (las denominadas 'políticas pasivas' de empleo) a partir de la información sobre los demandantes que le transmiten las comunidades (empezando por quiénes son considerados 'parados registrados' y quiénes no). Y, por supuesto, recopila y publica la información estadística de las comunidades. Pero eso no significa que sean dos niveles completamente independientes.
El organismo estatal y los autonómicos componen el denominado Sistema Nacional de Empleo (SNL), que tiene como objetivo coordinar todas las políticas y actuaciones para ayudar a encontrar empleo a los desempleados y los demandantes de empleo. Este fue el ámbito objeto de la reforma de la Ley de Empleo de 2023, que también fjjó la transformación del SEPE en una nueva Agencia Nacional de Empleo.
Una transición que, a día de hoy, sigue sin materializarse sin que nadie, ni Gobierno ni comunidades autónomas, le haya dado la menor importancia, a pesar de que se consideraba un paso clave para reforzar la coordinación y el intercambio de información entre administraciones. Esto incluye lograr que más empresas trasladen sus ofertas a los organismos regionales para que estos se los hagan llegar a los demandantes de empleo. Lo que se traduce en unas ratios extremadamente bajas de éxito de la intermediación directa en todas las comunidades.
En la comparativa, sorprenden los extremos: Extremadura alcanza un 2,9% de colocaciones sobre el total de demandantes y un 5,5% sobre los parados, mientras Cataluña apenas llega al 0,2% en ambas categorías. ¿Significa esto que los servicios públicos no sirven para nada? No, pero sí que las empresas no confían en ellos para gestionar sus vacantes de empleo, a pesar de la última reforma. Una cuestión que revela la desconexión entre el mercado laboral y las políticas activas de empleo.
En lo único en lo que coinciden los responsables de los servicios autonómicos y en el Ministerio de Trabajo es en recalcar que el dato de las colocaciones gracias a ofertas gestionadas por las oficinas de empleo no es relevante e incluso es engañoso, porque las políticas van mucho más allá de comunicar vacantes a los demandantes. Incluyen formación, incentivos y bonificaciones a la contratación y orientación para la búsqueda de empleo. Así, consideran que es mucho más revelador el dato del 48% de colocaciones de demandantes sobre el total, ya que no solo incluye a los colocados directamente, sino a aquellos que encuentran un trabajo gracias a los servicios que recibe de las oficinas de empleo, aunque sea de manera indirecta.
De hecho, las conferencias sectoriales de empleo reparten cada año miles de millones de euros a las comunidades para la ejecución de estas políticas de empleo. Una cantidad que varía, en teoría, en función del grado de cumplimiento de unos objetivos escrupulosamente tasados que, sin embargo, no se detallan región a región. Aunque aquí los datos del SEPE también nos pueden resultar útiles.
Una eficacia irregular
Las colocaciones de demandantes suponen el 48,6% del total las que se registran mes a mes, aunque en varias regiones como Extremadura (67%), Ceuta (65,9%) y Andalucía (60,5%) supera el umbral del 60%. Además, el porcentaje varía por grupo de edad: así, los mayores de 50 años superan el 60%, mientras los menores de 30 rondan el 28%. Algo lógico si tenemos en cuenta que estos son menos proclives a inscribirse en las oficinas públicas de empleo, con lo cual su oportunidad de beneficiarse de estas políticas es menor. ¿O no?
Lo cierto es que, si nos fijamos por separado en las colocaciones de demandantes, se aprecia que, efectivamente, suponen el 15,2%, aunque suponen el 7,6% de las demandas. Por otro lado, los mayores de 45 años acaparan el 35% de las colocaciones de demandantes cuando suponen el 57% de las demandas.
Esta discrepancia entre el comportamiento de los colectivos prioritarios de demandantes siembra duda sobre la eficacia de las políticas. De hecho, los mayores de 50 años son los que menos se colocan, pese a que por sus mayores dificultades están en el foco de las políticas activas y pasivas de empleo. Esta dificultad explicaría que muchos acaban siendo prejubilados forzosos durante lustros, compatibilizando prestaciones y, sobre todo, subsidios hasta el momento de poder pasar a cobrar una pensión.
Aun así, la gran pregunta es cuántas de estas colocaciones se deben directamente a las políticas públicas. El porcentaje de colocaciones de demandantes sobre el total de demandantes es bastante mayor que el de las intermediadas (un 16%), pero es muy posible que sean contrataciones se producen sin ningún tipo de ayuda pública. Este dato nos hace también sospechar que, seguramente, la mayoría de las colocaciones de demandante son parados, también sean para empleos eventuales de corta duración(de no ser así, el paro bajaría más rápido).
La única métrica que podría arrojar algo de luz son los contratos de fomento del empleo, los 'subvencionados' directamente para impulsar la empleabilidad (aunque existen bonificaciones y deducciones para muchos supuestos en los contratos 'normales'). En diciembre se firmaron 10.605 contratos, de los que 6.650 corresponde a personas con discapacidad y 2.099 a sustitución en casos de bajas por maternidad y similares. Solo 228 se firmaron a desempleados de muy larga duración (más de 18 meses), todo indefinidos. Aunque el 70,7% de todos los contratos de fomento del empleo sí son temporales.
En este escenario, el debate sobre la eficacia de las políticas de empleo adolece de una profunda desconexión no solo entre lo que perciben sus beneficiarios (y los ciudadanos) y lo que proclaman sus gestores, una brecha que la falta de información clara y coherente impide cerrar. Lo que no hace, sino elevar las dudas sobre en un país con una tasa de paro que parece reducirse solo por la evolución del ciclo económico y no por el esfuerzo de miles de millones de euros al año que ha financiado una ambiciosa reforma de las políticas activa que en dos años no parece haber arrojado hitos reseñables.
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