Senior counselor de PwC Tax & Legal Services y catedrático de Derecho del Trabajo de la UNIA
Economía

Transcurrido más de un mes desde la promulgación del Real Decreto-ley 32/2021, seguimos inmersos en la importante labor de interpretación de la norma. Esta interpretación no es fácil, por varias razones. En primer lugar, porque los cambios introducidos invalidan algunas de las orientaciones hermenéuticas de los tribunales. En segundo lugar, porque no tendremos a corto plazo ninguna interpretación de urgencia del Tribunal Supremo. Y, en tercer lugar, por la alta densidad de conceptos jurídicos indeterminados con los que se ha querido asegurar un acuerdo tan necesario como valioso.

Uno puede pensar que los debates terminan cuando se llega a un acuerdo. No suele ocurrir así en el ámbito de las relaciones laborales, donde lo enfrentado de las posiciones y la existencia de intereses contrapuestos lleva a que éstos se cronifiquen y se hagan estructurales. Todos conocemos los más relevantes, que nos vienen acompañando toda la vida: coste del despido, flexibilidad, temporalidad…

La pauta se repite: acuerdo in extremis, reunión extraordinaria del Consejo de Ministros, Real Decreto-Ley que aprueba una prórroga de una medida, los ERTES-COVID, que estaban a punto de perder su eficacia; y estudio acelerado de la nueva norma por los que nos dedicamos a esto del Derecho Laboral. Y van ya cinco prórrogas y cinco acuerdos. Sobre las veces que se ha dicho que no se iba a esperar al último día para acordar la prórroga y aprobarla por el Gobierno, hemos perdido ya la cuenta.

La reforma laboral de 2021, ya iniciada, quiere concentrarse en resolver problemas estructurales de nuestro mercado de trabajo. Entre éstos destaca el de la temporalidad, un problema que lleva presente décadas y qué es especialmente resistente a cualquier intento de solución. Al descontento generalizado en nuestro país se suma la crítica de las instituciones de la Unión Europea, que consideran que esta situación es insostenible. Por no hablar de lo que el Tribunal de Justicia de la Unión opina sobre nuestra legislación y práctica laborales.

Estamos en mitad de una reforma laboral, aunque por la forma en que se está produciendo no seamos muy conscientes de ello. Estamos acostumbrados a cambios más espectaculares en normas de urgencia que modifican multitud de instituciones. Lo que tenemos ahora es un goteo de medidas puntuales, centradas en temas concretos, que, al final, van a tener un profundo efecto. El debate sobre la derogación de la reforma laboral de 2012 nos está distrayendo de ello.

Es claro que estamos metidos en un período de gran producción legislativa en el Derecho del Trabajo. La sucesión de Reales Decretos-leyes que ha caracterizado la crisis sanitaria global ha ido ampliando su objeto para incluir otras cuestiones ajenas a las necesidades provocadas por la pandemia.

Una vez pasado el susto de ver que se terminaban los Ertes y no había acuerdo para prorrogarlos, podemos preocuparnos de cómo serán los que gestionemos durante los próximos meses. El instrumento por excelencia de apoyo a las empresas durante la crisis COVID, el ERTE, seguirá siendo central para evitar una masiva destrucción de empleo. Fue la opción lógica en su momento, aunque no podemos dejar de señalar cómo, quizás, si se hubieran previsto otras medidas de ajuste, la dependencia de los llamados ERTES-COVID no hubiera llegado al punto en el que estamos, en el que, por los pelos, nos hemos librado de una verdadera tragedia social.

opinión

Ni empezó en 2012 ni terminó este año, sino que fue un proceso de modificación legislativa que comenzó en 2010 y continuó hasta 2014, con gobiernos socialistas y conservadores. El impulso más importante se produjo mediante un Real Decreto-Ley de enorme alcance, el 3/2012, que explica que todos la conozcamos como la "reforma de 2012". Ahora se habla de derogarla en su integridad. Veremos que supone esto.