Las consecuencias del cambio climático son, ante todo y de momento, visuales. Se observan en termómetros que marcan durante días más de 40 grados; en cauces de ríos sin apenas torrente y en embalses que descubren lo que llevaba décadas bajo el agua; en coches abollados por el granizo, en garajes anegados y, con un aspecto más cruel, en hectáreas de bosques arrasadas. Y las alarmas se solapan: el mes de julio de este año ha sido el más caluroso de la historia, según el observatorio Copernicus. No obstante, y más allá, las repercusiones del calentamiento global prometen desplegar, en no demasiado tiempo, unas realidades que aunque menos visuales son igualmente perjudiciales para el día a día de las sociedades y, en el mundo desarrollado, amenazan con dinamitar su bienestar. Las pérdidas de cosechas conllevan escaladas de precios de los productos del campo, las olas de calor empiezan ya a alterar los flujos turísticos y las altas temperaturas recortan la productividad y la capacidad de trabajo. El cambio climático se revela ya como un agente desestabilizador de la economía mundial.