A estas alturas hay pocas certezas respecto a qué pasará en las elecciones generales de abril. Se estima que el PSOE subirá y que Vox irrumpirá, mientras que PP, Ciudadanos y Podemos se supone que empeorarán sus resultados respecto a los últimos comicios. Así las cosas, como principal novedad, se da por hecho que habrá cinco partidos de ámbito nacional con relevancia en el Parlamento. Aquí acaban las certezas.
Lo que sigue a estas afirmaciones, que pueden venirse abajo en cualquier momento hasta la cita electoral, es una gran incógnita. No ya porque no se sepa la magnitud del crecimiento de unos y del derrumbe de los otros, sino por una mera cuestión infraestructural: nuestro sistema electoral no está pensado para la realidad política vigente.
Simplificando la historia podría decirse que los padres fundadores del Estado democrático crearon un sistema a prueba de tentaciones nostálgicas. No sólo la Constitución está blindada para hacerla prácticamente irreformable, sino que el propio sistema electoral, a diferencia de otros, está pensado para favorecer a los grandes.
En su momento parecía una buena idea: se intentaba evitar que el fervor democrático de las primeras elecciones diera lugar a un Parlamento hiperfragmentado y, por tanto, ingobernable. Eso habría dado cabida al cuestionamiento del sistema, con unas consecuencias terribles, habida cuenta de que costó acabar de deslegitimar el franquismo en los órganos del Estado tal y como se comprobó durante el intento de Golpe del 23F.
El problema es que ahora lo que amenaza el sistema no es ninguna tentación antidemocrática, sino prácticamente lo contrario: con cinco contendientes relevantes el sistema puede ser un claro condicionante del resultado final. Tanto es así que un puñado de votos puede dar o quitar escaños en muchísimas circunscripciones, amplificando uno de los grandes problemas del sistema: formaciones con muchos votos pero muy repartidos apenas tienen representación (le ha pasado siempre a IU), mientras que otras con pocos votos muy concentrados se vuelven determinantes (le ha pasado a los partidos regionales).
Por poner sólo un ejemplo: casi la mitad de las circunscripciones eligen cuatro o menos escaños, de forma que alguno de los cinco partidos quedará, por fuerza, fuera. Y eso suponiendo que pudiera darse un (improbable) reparto de escaños, ya que según nuestro sistema se premia a los partidos con mayor concentración de voto.
En el extremo contrario, sólo siete circunscripciones eligen a diez o más diputados (Madrid 37, Barcelona 32, Valencia 15, Alicante y Sevilla 12, Málaga 11 y Murcia 10). Todas ellas juntas suman 129 escaños, poco más de un tercio del total. Así las cosas, las formaciones estudiarán en qué regiones concurrir y cuánto interés poner en cada una de ellas.
Ese es el motivo por el cual Pablo Casado, candidato del PP, ha pedido a Vox que no concurra en los comicios, al menos en más de la mitad de las circunscripciones. No es que compitan por un electorado más o menos similar, sino que la división del voto puede dejar a una u otra formación sin representación en muchas zonas. Y eso es algo casi impensable para los grandes partidos.
Son las formaciones más transversales las que cuentan con una ventaja de inicio, siempre y cuando sumen lo suficiente
Esta irregularidad funcional hace que la campaña electoral vaya a ser algo distinta a lo que se pensaba. Se daba por hecho que la proliferación de nuevas formaciones, así como su desigual evolución, conducían el debate político a una lógica de bloques. En ella no decide quien más votos o escaños consigue, sino quien es capaz de aglutinar acuerdos, y por tanto de sumar. Los tan manidos pactos.
En ese esquema son las formaciones más transversales las que cuentan con una ventaja de inicio, siempre y cuando sumen lo suficiente. Así, el PSOE fue capaz de sacar adelante la moción de censura porque pudo sumarse el voto de los grupos nacionalistas, de igual manera que el PP pudo gobernar en Andalucía porque logró sumarse todos los escaños desde el centro a la derecha.
Esa lógica es la que ha llevado a las formaciones a ir tomando posiciones. Ciudadanos, por ejemplo, ha dicho que no pactará con el PSOE porque entiende que su guerra ha de librarla ahora en el flanco derecho para ser los líderes, aunque sea de la oposición. En paralelo ha empezado a suscribir acuerdos, algunos tan llamativos como con UPN, que ya tenía un acuerdo con el PP en Navarra y que defiende algo contrario a los de Albert Rivera, como es el régimen foral.
En una línea similar, el PSOE sabe que en una lógica de bloques depende de otros que se lo pondrán muy difícil para gobernar. Es el caso de la antigua Convergència, que ha llevado a cabo una criba de candidatos orquestada por el núcleo duro próximo a Carles Puigdemont. Así, nombres como Marta Pascal o Carles Campuzano, artífices del apoyo del PDCat a la moción, han sido eliminados de la ecuación.
¿Qué opción queda? Ser la fuerza mayoritaria en cuantas más circunscripciones se pueda para asegurarse escaños, e intentar ser de las más votadas en las circunscripciones grandes para ganar volumen. Quizá sólo un apoyo por encima del 30%, y bien representado en las grandes capitales, podría dar a los socialistas margen de escaños suficientes para gobernar con apoyos.
Si la configuración de escaños no da de sí y hay más bloqueos que pactos no resultaría extraño reeditar lo de 2015 y estar abocados a una repetición electoral a corto plazo. Si no es así, y habida cuenta de que el bipartidismo parece ser historia en España, quizá sería el momento de afrontar una reforma electoral para adecuar el sistema a esta nueva realidad.