
El 'procés' catalán se ha convertido ya en un interminable partido de tenis, con correspondencia de ida y vuelta, comparecencias cruzadas y amenazas veladas. Pero en medio de tanto turno de palabra sin interlocución aparecía hace unos días un mensaje diferente: el PSOE había logrado arrancar un compromiso del PP para abrir el debate sobre una reforma constitucional a cambio de su apoyo al Gobierno. Rajoy cedía sin ceder, Puigdemont tenía algo a lo que asirse y Sánchez recuperaba protagonismo: todos ganan, al menos en apariencia.
Rápidamente muchos líderes socialistas sacaron pecho de la jugada, ya que entendían que suponía apuntarse un tanto: abandonaban su forzada invisibilidad en la actualidad política erigiéndose como intermediarios. La reforma constitucional parece la solución más viable para solventar un problema, el del nacionalismo, que es más viejo que la Constitución en sí. Mirándolo con perspectiva, aunque se superara la situación actual nada descarta que se repita de nuevo en el futuro, ya sea en Cataluña, en Euskadi o quizá en alguna otra región.
El problema es que la propuesta de la reforma constitucional es un brindis al sol.
Para reformar la Constitución hacen falta 370 votos a favor, 210 en el Congreso y 160 en el Senado. Eso significa que el PP podría parar cualquier intento de reforma en la Cámara Alta... siempre y cuando 43 de sus senadores no se pusieran enfermos el mismo día. En cualquier caso, si tan catastrófica desdicha tuviera lugar sólo necesitarían conseguir cuatro votos en el Congreso para bloquear cualquier reforma.
Es lo que especifica el mecanismo que la Carta Magna prevé para su propia reforma, recogido en el artículo 167.1: cualquier cambio deberá ser aprobado "por una mayoría de tres quintos en cada una de las Cámaras". Ser el mayor partido del arco parlamentario -137 diputados de 350- y atesorar una insultante mayoría absoluta en el Senado -149 de los 266- da al PP el absoluto control del proceso, hagan lo que hagan el resto de fuerzas. Ni siquiera poniéndose todas las demás de acuerdo conseguirían nada.
Llegar a tal votación, sin embargo, tampoco sería fácil. Para eso habría que abrir el melón de la reforma, negociar y lograr un acuerdo sobre qué reformar y en qué términos. Y todo ello teniendo en cuenta que la capacidad de negociación de los actuales grupos parlamentarios no parece pasar por sus mejores momentos: si nombrar presidente del Gobierno hizo que hubiera que repetir las elecciones, no parece que una reforma constitucional vaya a ser más sencillo.
Hay aspectos generales en los que algunos partidos pueden coincidir -el debate territorial en el caso de nacionalistas y Podemos, o la reforma electoral en el caso de Ciudadanos y Podemos- pero no hay un solo tema que contente -o convenga- a todos. Ni siquiera a todos menos al PP: a lo primero podrían negarse los populares, pero lo segundo también perjudicaría a los socialistas.
Sin embargo no es una locura pensar que una reforma de calado pudiera solventar el actual conflicto nacionalista con Cataluña y quizá los que puedan asomar en el futuro inminente con Euskadi. El motivo es sencillo: la redacción del Estatut de 2005 fue el origen de los problemas, porque su texto chocaba con lo que decía la Constitución. De hecho, ciertas demandas de mayor autogobierno, o incluso la introducción de un régimen fiscal distinto -al estilo del vasco y navarro-, podrían calmar los ánimos de cierto sector ahora independentista que quizá se contentaría con una españolidad con mejoras.
Nada de eso está en la agenda del PP. Tampoco la idea de traer a España un modelo federal, como lleva años proponiendo el PSOE. Así que el bloqueo, por más que el PP haya accedido a abrir el debate sobre la Constitución, parece un brindis al sol. Una cosa es debatir y otra reformar. Y aun reformando, no cualquier reforma servirá para solventar los problemas actuales. Y aun lográndolo, se tardaría demasiado en conseguirlo.
En resumidas cuentas, el PP ha ofrecido un caramelo a un PSOE que lleva meses fuera del foco -especialmente por el hecho de que Sánchez no tiene escaño en el Congreso- a cambio de su apoyo. Tomar medidas controvertidas contando con el apoyo de los socialistas y de Albert Rivera es un enorme activo para Rajoy, que de paso contiene el eventual 'polo nacionalista' que Pablo Iglesias ya ha intentado reunir y al que Sánchez ya ha dado largas. Todo es una gran partida de ajedrez en la que, se juegue como se juegue, la paciencia del presidente parece condenarle a ganar siempre.
Tanto es así que la única opción viable para permitir una reforma de la Constitución con un calado suficiente como para contentar las demandas más acuciantes es una mayoría parlamentaria diferente. No una que implique que el PP tenga menos poder y otro partido ocupe su lugar, porque generaría otro bloqueo para reformas distintas: visto lo visto la única posibilidad es que ningún partido tenga capacidad de bloqueo total. A fin de cuentas así nació la Constitución: con siete 'padres' sentados en una mesa en pie de igualdad, negociando para lograr acuerdos que contentaran a todos. El partido de tenis, mientras tanto, sigue su curso.