A más de un compañero de partido le habrá sonado raro escuchar a Luis de Guindos, ahora en el Banco Central Europeo, solicitar una "renta mínima social" para paliar la "emergencia" que ha supuesto el brote del coronavirus en Europa. A saber, al decretarse el confinamiento de la población muchos negocios han parado o suspendido su producción, con el impacto económico que tal cosa supone: autónomos sin ingresos, empresas sin ventas, trabajadores despedidos temporalmente y un largo etcétera de desgracias.
Desde un plano ideológico resulta chocante que un alto representante de un partido que se dice liberal -y exministro económico en su nombre hace poco tiempo- pida una intervención estatal de ese calibre con una medida tan poco progresiva y tan social como esa. Pero extrañezas políticas aparte, lo sorprendente de la petición da idea de lo excepcional del momento que se está viviendo.
En realidad la anterior crisis ya dejó una medida similar a esa, aunque en un sentido contrario: para paliar el impacto del derrumbe tras 2008 algunos gobiernos rescataron a las entidades bancarias para evitar el colapso del sistema. Da la casualidad que por aquel entonces era el propio De Guindos el que capitaneaba las políticas económicas en España.
¿Es De Guindos un intervencionista agazapado entre las filas del liberalismo patrio? Nada más lejos de la realidad: sencillamente hay situaciones extraordinarias que requieren actuaciones inesperadas.
Lo que sucede es que la cosa extraña porque no todos los políticos son capaces de salirse de su guión preestablecido para amoldarse a las circcunstancias. Al menos si eso supone ir en contra de lo que se supone que deben defender.
Sin embargo el caso de De Guindos y su repentina vertiente intervencionista no es, ni mucho menos, único. Muchos políticos, normalmente veteranos, han sido capaces en los últimos tiempos de dar respuestas inesperadas a situaciones que a su juicio lo requerían.
Merkel, Valls y la dificultad de ir contra los tuyos
Uno de los casos más recientes ha sido el de Angela Merkel, que acabó prendiendo fuego a su propio partido con tal de evitar cualquier acercamiento a los ultraderechistas de AfD. Lo hizo cuando calificó de "imperdonable" el hecho de que la CDU del estado de Turingia votara en el mismo sentido que ellos para elegir al candidato de un tercer partido como mandatario de la región. Sólo eso bastó para que deshicieran el acuerdo y se repitiera el proceso.
La decisión podría llamar la atención por tratarse de una línea política alejada de la de otros miembros del Partido Popular Europeo como es el caso de España, donde el PP no ha tenido reparos no ya en votar juntos sino en directamente pactar con ellos. Pero la acción de Merkel cobra aún más valor porque se trata no sólo de cerrar la puerta a un posible aliado, o a impedir al bloque de izquierdas alzarse con el control de Turingia, sino directamente implica sacrificar a la que era su favorita para sucederle.
A raíz de la intervención de Merkel Annegret Kramp-Karrenbauer, que le sustituye al frente del partido desde 2018, anunció que no se presentaría a la carrera para suceder a la canciller como candidata electoral como la propia Merkel había dispuesto. Y eso a pesar de que ella se había opuesto al acuerdo con la AfD. Precisamente ese era el problema: los suyos le habían desobedecido y Merkel, con su golpe de autoridad, le había desacreditado.
Algo similar, aunque a menor escala, vivió en España Manuel Valls. Fue cuando aceptó presentarse como candidato a la alcaldía de Barcelona en una lista de Ciudadanos. El problema vino cuando tuvo que decidir a quién apoyaría para el puesto de entre las dos listas con posibilidades: a los independentistas o a los 'comunes'.
Su decisión de entregar la vara de mando a Ada Colau, y esa imagen de él en pie aplaudiendo a la reelegida alcaldesa en contraste con las caras de circunstancias de sus compañeros de filas, supuso un duro golpe para el partido en Cataluña. El propio Valls explicaría después que entre nacionalistas e izquierdistas "lo menos malo" era lo segundo, aunque electoralmente conviniera menos a los suyos, y que el aplauso era una mera fórmula de respeto institucional. La explicación no convenció a Albert Rivera, en el que fue uno de los primeros capítulos notorios de desencuentro interno con los críticos.
Romney y McCain, los 'pepitos grillo' republicanos
En EEUU también saben lo suyo de líderes políticos con dilatada trayectoria que deciden nadar a contracorriente. El caso más reciente es el de Mitt Romney, quien fuera un temido ultraconservador mormón al que derrotó Barack Obama en su carrera hacia la Casa Blanca y que se ha convertido en la principal voz republicana contra Donald Trump.
Tanto es así que el suyo fue el único voto republicano contra el presidente durante el impeachment al que se enfrentó. Y aunque insuficiente e irrelevante, el gesto no estuvo exento de simbología: al veterano senador quiso así alzar la voz ante los excesos del mandatario, que descosió los mimbres internos del GOP y que amenaza con dejar un erial en la formación cuando abandone la Casa Blanca.
De hecho no fue la primera vez en que Romney hizo de verso suelto en su partido: hace ya cinco años, en el contexto de un estallido de violencia racial en Charleston, pidió públicamente que se retirara la bandera confederada de las instituciones de Carolina del Sur. De nuevo algo simbólico, pero de enorme importancia: los nostálgicos sureños son un enorme caladero de votos republicanos.
Take down the #ConfederateFlag at the SC Capitol. To many, it is a symbol of racial hatred. Remove it now to honor #Charleston victims.
Mitt Romney (@MittRomney) June 20, 2015
Antes que él, el rol de conciencia colectiva en el bando republicano lo representaba el veterano John McCain, otro derrotado por Obama en las urnas y otro notorio opositor a Trump desde las filas de su partido. El caso de McCain, de hecho, venía de mucho antes: ya en la carrera electoral contra aquel inesperado candidato demócrata que acabó revolucionando la política americana hizo de freno a las maledicencias de sus votantes más radicales.
Sucedió cuando en un mítin le preguntaron por el origen de Obama -decían que era árabe- y por cómo veía él que un "terrorista" pudiera ser elegido presidente. El entonces candidato republicano intentó ignorar la cuestión, pero acabó respondiendo, y lo hizo negando la mayor y defendiendo al demócrata como un hombre decente con el que únicamente tenía desacuerdos en asuntos fundamentales.
Todos estos casos comparten un denominador común: el hecho de ir contra los tuyos, o contra el propio interés, a cambio de lo que se considera un bien mayor. Sea no pactar con los ultras, cerrar el paso al nacionalismo, llamar la atención sobre los desmanes de tu presidente o poner de manifiesto que no todo vale en política.
Otra cosa, aunque mucho más abundante, es el ser un verso suelto sin más porque tu ideología no encaje del todo con tu partido o esperes réditos electorales de jugar a la contra. O, por qué no, cuando eres un 'ex' que no comulgue con las decisiones de quienes te sucedieron. Lo valiente es alzar la voz aunque eso te vaya a perjudicar, no cuando buscas llamar la atención de una u otra forma. Y por eso es tan escasa la nómina de ejemplos.