Una de las grandes bases del neoliberalismo es la llamada 'Curva de Laffer'. La leyenda cuenta que Arthur Laffer, uno de los asesores del expresidente de EEUU Ronald Reagan, dibujó una curva, una U invertida, en una servilleta en una reunión en 1974 con los que serían cargos clave de los Gobiernos de Reagan y la familia Bush. La idea era sencilla: cuando los impuestos están muy altos, bajarlos aumenta la recaudación, porque unos tipos altísimos incentivan el fraude y la evasión. Cuanto más haya que pagar al fisco, más rentables resultan las tretas, legales o directamente ilegales, para evadir los impuestos. Y, en ese caso, una bajada de impuestos puede devolver a la legalidad a mucha gente a la que ya no le merece la pena arriesgarse a evadir la ley.
Aquella teoría impulsó fuertes recortes de impuestos, especialmente del IRPF, en EEUU y Reino Unido, donde los tipos más altos superaban el 70%. Desde entonces, esta famosa curva ha desatado infinitos debates políticos y económicos, entre los que creen que aún se pueden bajar algo más los tipos sin afectar a la recaudación, y los que creen que la inmensa mayoría de impuestos ya están en la parte descendente de la curva, y que bajarlos aún más implica reducir la recaudación sin remedio.
Pero no hemos venido a hablar de cómo se aplica esa curva hoy en día, sino de cómo se aplicaba en Inglaterra hace 300 años. Porque la primera persona que definió aquella curva, al menos de la que haya registros, no fue Laffer, sino Jonathan Swift, escritor satírico y autor de 'Los viajes de Gulliver', que ya había definido este fenómeno en 1728, en uno de sus artículos, titulado 'Un memorial para los pobres habitantes, comerciantes y trabajadores del Reino de Irlanda'.

Swift decía así: "Un secreto que aprendí hace muchos años de los comisarios de aduanas de Londres. Decían que cuando una mercancía parecía estar gravada con un tipo impositivo superior a un tipo moderado, la consecuencia era reducir esa fuente de ingresos a la mitad, y que el error del Parlamento en tales ocasiones se debía a un error al calcular dos más dos para sumar cuatro. Mientras que en el negocio de imponer impuestos elevados, dos más dos nunca sumaban más de uno, lo que se producía al reducir la importación y la fuerte tentación de lanzarse al contrabando de mercancías que pagaban altos impuestos".
La ruta del té
Y para hablar de este tema, nada mejor que tomarse una taza de té. El té es una bebida que surge en China y que ha acabado por convertirse en la bebida nacional del Reino Unido, además de llegar a todo el mundo de una forma u otra. Y su fama vino, precisamente, del inicio del comercio entre Inglaterra y China. La Compañía de las Indias Orientales, que tenía el monopolio del comercio con el país asiático, había empezado importando ropa de seda. Pero el Parlamento prohibió las importaciones textiles desde Asia, para no rivalizar con las industrias que estaban creciendo en Liverpool o Mánchester, y la firma se centró en importar té. Té en enormes cantidades, capaz de suministrar a todo el país. Y vaya si lo hizo.
El té se acabó popularizando por dos grandes motivos. Por un lado, es un estimulante, hermano gemelo del café o la yerba mate sudamericana: la cafeína y la teína son la misma partícula, con efectos idénticos pese a tener dos nombres según cómo se ingiera. Además, ofrecía una ventaja adicional que mejoró inesperadamente la salud de los ciudadanos: como había que hervir el agua, la gente mataba sin saberlo miles de bacterias y virus que flotaban en el agua sin tratar de entonces, evitando numerosas enfermedades.
Pero su consumo no solo beneficiaba a los ciudadanos: en aquellos años, los impuestos del té eran muy importantes para la Hacienda. En 1711, el impuesto sobre la bebida nacional británica era de un 20%, prácticamente como el IVA de hoy en día, pero en una era en la que no existía ni impuesto sobre la renta, ni apenas gasto público más allá de la administración y el ejército. El té pagaba a la Royal Navy, un 10% de todos los gastos públicos él solito. Una financiación que valió su peso en oro con la toma de Gibraltar durante la Guerra de Sucesión española.
Tras aquel éxito, los costes de la conquista de India y la Guerra de los Siete Años en Europa llevaron a los diversos gobiernos de aquellos años (que duraban uno o dos años de media) a exprimir al máximo a la gallina de los huevos de oro. ¿Por qué contentarse solo con un 20% de impuestos al té? Mejor subirlos y recaudar más.
Y bien que los subieron. En 1750, los impuestos sobre el té habían alcanzado el 65% de su valor. Y para 1770, los impuestos más que duplicaban el precio de venta: un 119%. Es decir, para importar 100 libras de té había que pagar 219 libras, 100 al vendedor y 119 al Estado.
Consecuencias inesperadas
Sin embargo, lo que ocurrió fue algo inesperado: la demanda de té se congeló, e incluso cayó ligeramente en esos años. ¿Habían dejado de beber té los británicos? ¿Se habían pasado en masa al café? Un vistazo a los salones de té y unas preguntas a la gente habrían revelado que no, que la pasión por el té no solo no se había enfriado, sino que estaba más fuerte que nunca. ¿Cómo era posible? La respuesta es muy simple: había aparecido un negocio millonario de contrabando de té sin impuestos.
Detrás de esos grupos estaban dos países marineros, uno que probablemente fuera su principal rival en el comercio marítimo, y otro más sorprendente. El primero era Holanda, que luchaba con los británicos por controlar las rutas asiáticas y que tenía sus propias bases coloniales en el sudeste asiático. La otra potencia contrabandista era Suecia, un país al que nadie describiría como pirata, pero que en aquellos años también tenía una importante presencia en el comercio asiático. Quizá lo más importante era que ellos pagaban a los proveedores chinos con plata, en vez de intercambiar productos manufacturados en Europa por el té. Los chinos, agradecidos, reservaban el té de más calidad para los suecos, que luego lo vendían a los ingleses a un precio más alto... pero que, al ahorrarse los exorbitantes impuestos británicos, seguía siendo más barato que el peor té legal.
Los cálculos de diversos historiadores apuntan a que el té ilegal estaba inundando toda Gran Bretaña. Las estimaciones son que cada año, suecos y holandeses descargaban entre 2 y 3,5 millones de kilos de té de contrabando en la década de 1770, superando ampliamente al que se descargaba en los puertos oficiales y pagaba los enormes aranceles. En Escocia, prácticamente nadie había visto un solo gramo de té legal en años.
La amenaza de los contrabandistas
Aquella decisión acabó por costarle al Reino Unido más de lo que se hubieran imaginado. La venta desorbitada de té ilegal había provocado que la Compañía de las Indias Orientales acumulara cantidades ingentes de té sin vender: unos 8 millones de kilos, todos ellos con el coste adicional de aquellos aranceles del 119%. Si no los vendía, aquella empresa semipública, que controlaba gran parte de la India en nombre de la Corona británica y que traía productos valiosos de China, acabaría por quebrar, dejando un agujero enorme en las cuentas, el honor y el territorio británicos.
La solución que se les ocurrió fue la contraria: vender ese té con unos impuestos mínimos del 1,25%, que permitieran batir en precio al que vendían los contrabandistas y liquidar los inventarios de la compañía. El problema es que esa oferta solo era válida en un lugar muy concreto: las colonias británicas en Norteamérica. Y para un grupo muy relevante de colonos, su principal problema no era el precio al que vendían el té los ingleses o los holandeses, sino el hecho en sí de tener pagar impuestos a un Gobierno que consideraban 'extranjero'. Aunque fueran de solo un 1,25%.

Aquella oferta no salió bien, y puso en marcha una serie de eventos que terminaron con la revolución de las colonias norteamericanas poco después. Cuando, finalmente, Reino Unido perdió la Guerra de Independencia estadounidense, los políticos por fin se dieron cuenta del desastre que habían provocado los impuestos al té. Y, en cuestión de meses, aprobaron un recorte enorme: del 119% al 12,5%. Las consecuencias fueron casi inmediatas: el precio del té se hundió, la venta del té legal se disparó, los contrabandistas se esfumaron de la noche a la mañana y el Gobierno recaudó muchísimo más dinero con ese 12,5% de arancel de lo que jamás había llegado a recaudar con el 119%.
El nuevo té barato terminó de convencer a los consumidores más pobres, que hasta entonces tenían que conformarse con tomar el té aguado o con aprovechar los restos de las hojas usadas en restaurantes o por las clases más altas. Hasta tal punto llegó a convertirse en una necesidad que el Parlamento, finalmente, se decidió a retirar todos los impuestos sobre el té en la década de 1930. A día de hoy, sigue teniendo un IVA del 0%. Ya no recauda nada para el Gobierno, pero al menos le evita sufrir una rebelión como la de las colonias norteamericanas.