
Existen desde tiempo inmemorial relaciones interesadas entre el poder político y el poder económico; entre los diferentes gobiernos, los empresarios y financieros de un determinado país. Estos grupos de interés se necesitan, cada uno de ellos defendiendo su campo de actuación.
Este contacto permanente entre los diversos grupos no es bueno ni es malo en sí mismo, es natural. En países con democracias veteranas, admitiendo esta realidad, la consienten y la regulan. Entienden que una empresa pueda hallarse representada o defender sus intereses contactando con un diputado concreto, quien cobra por los servicios prestados a esta empresa, hecho que es público.
En España, joven e inexperta democracia, carecemos de esta figura. Los lobby y las grandes empresas dialogan directamente con los gobiernos respectivos e incorporan a sus consejos de administración, o bien como asesores, a antiguos políticos bien relacionados con los gobiernos pertinentes.
Asimismo, la pequeña o mediana empresa, careciendo de las capacidades de la grande, sin poder para sentar en una mesa al gobierno de turno, se agrupa en asociaciones empresariales que ejercen como grupos de presión.
Esta forma de actuar para conseguir objetivos contrapuestos pero necesarios para ambas partes contiene muchos defectos, pero entra dentro de las conductas humanas admitidas por la sociedad. Son hechos que se producen de un modo abierto y si son conocidos, no incurren en acciones delictivas.
Pero los hechos y actuaciones que son delictivos o bien, sin serlo, no son admitidos por la sociedad, son aquellos expresamente construidos para beneficiarse unos pocos en perjuicio de todos los demás.
La constitución de sociedades mercantiles vacías para conseguir concursos de la Administración; la adquisición de fincas sin valor a bajo precio y, de acuerdo con quien debe aprobar su recalificación, conseguirla y obtener una plusvalía enorme; el empleo de familiares o amigos de políticos por parte de empresarios para conseguir beneficios de todo tipo; comisiones que pagan las empresas contratantes con cualquier administración a partidos políticos; y otras formas de enriquecerse los políticos a cambio de favorecer encuentros, negocios y prebendas a ciudadanos.
Vemos hoy el caso Koldo, pero ayer la financiación de Convergència, la del PP, etcétera. No existe ningún partido que haya tenido acceso al poder libre de esta corrupción, porque en todos ellos existen militantes sin escrúpulos que acceden a la política para enriquecerse.
En lugar de atacar al oponente político, todos los partidos, de común acuerdo, deberían estructurar mecanismos que garantizasen la pulcritud de los contratos, de las relaciones personales y empresariales. Pero a ningún partido le interesa delimitar estas conductas porque le limita su libertad de acción y así puede utilizar estas conductas perniciosas para atacar al oponente.
Seguirá así hasta que la sociedad, todos nosotros, castiguemos con nuestro voto a los partidos que se nieguen a normativizar estas conductas corruptas.
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