Opinión

Los límites del espíritu transgresor

  • Empezando por la vida de los otros
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El espíritu transgresor es un hijo natural de la vida parida en libertad, mucho antes de ser domesticada por la familia, las costumbres, la educación, las creencias religiosas, el dominio o la cultura. La tentación por dejarse ser en libertad o por incumplir la norma impuesta por cada colectivo social, o transgredirla -por gusto, conveniencia o necesidad-, convive permanentemente con los esfuerzos culposos de los adultos por controlar las fugas hacia áreas de infracciones, excesos o abusos. Es lo que naturaliza la eterna pulseada entre el entramado legislativo -el que sostiene las reglas de la convivencia democrática- y la multiplicación de ideas empecinadas en inventar atajos por vías non sanctas. Ya sea para saltearse obligaciones o para obtener ventajas tramposas o para consagrar nuevas variantes de corrupción o, en los casos más nobles -según algunos-, para desterrar hábitos asociados a injusticias o desigualdades difíciles de superar apelando a protocolos convencionales o poco respetados de la vida republicana.

Allí aparecen, entonces, los movimientos que, por convicción o por prepotencia, apelan al corrimiento de las fronteras que subvierten, a menudo, los cimientos mismos de acuerdos sociales que parecían tácitos o indiscutibles. Y es verdad, también, que no está mal conceder atención o apoyo o voto a ciertos impulsos bien fundamentados, empeñados en proponerle a la sociedad, por ejemplo, la reformulación de paradigmas de convivencia o de política económica, especialmente cuando el ejercicio de los modelos vigentes no ha logrado conseguir resultados satisfactorios capaces de asegurar progresos apreciables en el desarrollo justo, solidario y sustentable de una comunidad determinada.

Aunque coincidir en el diagnóstico de un balance de crisis y hasta en las razones que le dan soporte, no siempre habilita -a un líder o a una corriente de pensamiento con poder o mandato para resolverla- para liberar sin control el espíritu transgresor y arriesgarse, en el apuro, a convertir un cambio disruptivo en un escenario aún más inestable o doloroso. El desafío exige, como mínimo: criterio estratégico, profesionalismo en la concepción y en la ejecución de un plan, consistencia en la empatía y una visión de futuro ajustada a los tiempos y objetivos de cada sociedad. Son los límites de ese espíritu transgresor. Es el caso que se plantea, por ejemplo, al abordar el tema de la buena conciencia redistributiva y genuinamente progresista. Para que funcione, hay que asegurarle combustible. Pero esto demanda regarla con dinero de buen respaldo, cada día, regularmente.

Hay, entonces, una mitad del cerebro estratégico de cualquier organización -desde la familia hasta el estado- que tiene que dedicarse sin pausa a generar, multiplicar y preservar recursos para alimentar o solventar las necesidades de supervivencia y los buenos pensamientos, metas, planes o fantasías de la otra mitad.

Ése es el equilibrio esencial que -aun cuando no siempre se lo reconozca- suele demandar cualquier plataforma enfocada en el crecimiento saludable del patrimonio de un cierto proyecto de país y en una convivencia democrática y razonablemente equitativa, sin perjuicio de los ajustes eventualmente requeridos por el envase ideológico en el que termine siendo presentada. Pero, claro: el costo de abastecer al desarrollo permanente de una cierta riqueza compartida y asegurar -en cualquier territorio- la educación, la salud, la justicia, el trabajo, la seguridad y el ascenso social de la comunidad involucrada, no es una tarea menor. Exige planeamiento estratégico, profesionalismo, coherencia, integridad, ejemplaridad, compromiso, disciplina y libertad para innovar sin prejuicios, con audacia creativa, de modo de consolidar la calidad de la gestión, pero, sobre todo, para garantizar que esa caja autosuficiente sea siempre capaz de financiar cada proyecto de una nación, sin incurrir en demasiados intervalos ni sobresaltos ni desajustes que pongan en riesgo los resultados buscados.

Cuando esto no ocurre, o cuando se apela -para superar la crisis o conciliar un presupuesto- a clausurar, por ejemplo, proyectos valiosos de crecimiento social, educativo, artístico o cultural, sin antes evaluar planes inteligentes de auto sustentabilidad, o también cuando la prepotencia o las ambiciones políticas de los funcionarios enfermos de poder atropellan el derecho ciudadano o el de otros países, el mundo vuelve a asistir a conflictos en los que -no por ser reconocibles y parte indisoluble de la condición humana- revelan, una vez más, la triste e irrenunciable propensión de determinados individuos y grupos sociales, a violar los más elementales principios de ética y empatía, ya sea desde la ineptitud, la competencia desmedida, el odio, la mentira, la vocación de dominio o la corrupción.

Entran, entonces, en crisis, ciertos valores y, a menudo, las estrategias para reencauzar la vida en sociedad -para recuperar equilibrios indispensables- recurren, según la urgencia o la gravedad lo justifiquen, a respuestas que no registran en profundidad el padecimiento implícito en ciertos procesos ni lo absurdo de determinadas decisiones ni el daño desigual que ellas provocan en los más desprotegidos o vulnerables de cada entorno.

Es en estas instancias en las que se advierte que no toda transgresión tiene la misma trascendencia y que el imperativo del cuidado de los más damnificados -para que los costos sean soportados de modo proporcional- merecería ocupar la primera página de cualquier plan de acción. Porque ningún plan estratégico, por muy ambicioso que se defina en sus objetivos, justificaría no contemplar -con el mismo nivel de rigor que los desafíos nodales de la crisis central a resolver- el tiempo y el costo imprescindibles para diseñar, gestionar y sostener un sistema de acompañamiento eficaz y solidario de contención activa de los más débiles -personas, antes que números- en el tránsito que demande el restablecimiento de los equilibrios mínimos perseguidos por el programa más general.

Ese tiempo y ese costo, aplicados a ese sistema virtuoso, son tan indispensables para el éxito de cualquier proyecto de recuperación como cualquiera de los otros capítulos que lo integren. No hay excusas posibles para dejar un solo herido en el camino de la convivencia respetuosa con los demás. Ni uno. Así pensada, la vida de los otros merece instalarse como un límite claro del espíritu transgresor en acción. Aunque sea, al mismo tiempo, su mejor garantía de éxito.

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