
En vísperas de la aprobación en el Congreso del proyecto de Ley de Amnistía, salvo arranque de dignidad que no se espera de algún diputado del sanchismo, acuden a mi memoria las palabras del filósofo y médico inglés John Locke cuando se preguntaba "no sé que es peor, un gobierno desastroso o un pueblo que lo consiente" aludiendo a la responsabilidad compartida con los gobernantes que tienen los ciudadanos en la creación y el mantenimiento de las democracias, las libertades y el Estado de Derecho. Responsabilidad ciudadana que en las sociedades libres actúa como contrapeso frente a la debilidad de los sistemas democráticos para protegerse de la amenaza de los populismos y de esos políticos que cuando alcanzan el poder erosionan los usos y costumbres democráticos. Principios estos que hoy están especialmente amenazadas por ese proyecto de amnistía redactado por los propios delincuentes, contraria a la Constitución, que vulnera derechos fundamentales, y que provoca una inseguridad jurídica que tiene un alto precio a nivel económico como reflejaba recientemente el Financial Times, cuando alertaba sobre una fuga de inversiones nacionales y extranjeras en España como consecuencia de la amnistía que el presidente del Gobierno ha pactado con el delincuente fugado de la Justicia, Carles Puigdemont, para seguir en La Moncloa. Y sin inversiones no hay riqueza, crecimiento ni creación de empleo.
Como exponen los profesores de Harvard Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, en su libro Cómo mueren las democracias, "deberíamos preocuparnos en serio cuando un político: rechaza, ya sea de palabra o mediante acciones, las reglas democráticas del juego; niega la legitimidad de sus oponentes; tolera o alienta la violencia; o indica su voluntad de restringir las libertades civiles de sus opositores, incluidos los medios de comunicación". Un político que cumpla siquiera uno de estos criterios es causa de preocupación, concluyen. Pero también es preocupante cuando la sociedad civil, los trabajadores, los empresarios y los ciudadanos de a pie se desentienden de esa responsabilidad compartida por comodidad, desidia o ignorancia.
Una sociedad que consiente y no responde con todos los mecanismos que le permite el ordenamiento constitucional al asalto a las instituciones, las agresiones contra la división de poderes, la liquidación de la igualdad entre las personas y los territorios, el empobrecimiento general, el atropello a la Constitución, al desprecio y señalamiento de los jueces y de los periodistas independientes, a la mentira permanente como forma de entender y hacer política y al espectáculo de un Ejecutivo a las órdenes de un delincuente fugado de la Justicia es una sociedad enferma, maleable y resignada.
Una sociedad que asiste impertérrita ante la persistencia de 3,4 millones de parados reales, con casi un millón de hogares con todos sus miembros activos en paro, donde los contratos de trabajo tienen una duración media de 43 días y medio y uno de cada cinco contratos firmados dura menos de una semana, donde tener un empleo fijo no significa estabilidad en el empleo ni poder llegar a fin de mes, que sufre un esfuerzo fiscal superior a la mayoría de los países industrializados con salarios más bajos, que lleva una década con el PIB per cápita estancado -hasta once países nos van a superar en PIB per cápita este año, entre ellos Rumanía, Grecia, Turquía, Estonia y Portugal- y que tiene a 12,3 millones de personas, el 26% de la población en riesgo de pobreza y exclusión social, es una sociedad adocenada y sin futuro.
Una sociedad culpable que parece dar la razón al maestro de periodistas Raúl del Pozo, cuando afirmaba que en España "la gente vota por sectarismo, tradición terquedad, odio, y falta de espíritu crítico", sin darse cuenta de que lo está en juego es la democracia, el Estado de Derecho, la igualdad entre los españoles y las libertades.
Vivimos tiempos de infamia, se lamentaba el diplomático y ex embajador ante la ONU, Inocencio Arias. Y, por cierto, que nadie espere nada del "díscolo" Emiliano García-Page. Como dice certeramente el refranero: "perro ladrador poco mordedor", mientras espera ladrando que Sánchez le corte la cabeza.