
Churchill lo expresó de manera insuperable: "La democracia es el peor sistema de gobierno que conozco, con excepción de todos los demás". El premio Nobel inglés venía así a recordarnos que no hay creación humana infalible y que incluso los mayores avances de nuestro ingenio y las mayores conquistas de nuestra especie pueden contener en su seno graves defectos. Y que por eso mismo debemos estar alerta y no confiar en que, una vez aquí (léase: constituidos como estado democrático), ningún peligro ahí fuera tendrá poder suficiente para acabar con lo logrado.
La democracia se rige por reglas claras, aunque a veces no tan sencillas como se cree. Una de ellas es que una mayoría parlamentaria, aunque sea por la mínima, elige al poder ejecutivo y puede cesarlo en cualquier momento. Da igual a estos efectos cómo se componga la mayoría y la legitimidad (política y/o ética) de sus postulados. En tanto representantes elegidos por los ciudadanos -único poder soberano-, tienen la lícita prerrogativa de proponer e intentar alcanzar sus objetivos políticos. Y ello, aunque los mismos supongan el menoscabo, e incluso el menosprecio, de algunos principios ciertamente elementales.
Llevada al último extremo, de hecho, la democracia puede convertirse en una auténtica tiranía. Pues, confundida la legitimación y legitimidad, cabría igualmente concluir que lo decidido por la mayoría es siempre lícito, justo y, por ello, de obligada -democrática- asunción. La experiencia de la Alemania nazi (no se olvide: Hitler ganó -y por dos veces- las elecciones de 1932), sin embargo, nos demuestra los riesgos de un pensamiento como ese. Al margen de la manipulación que el representante pueda llevar a cabo del mandato conferido por sus electores, estos mismos no son siempre fuente suficiente de acierto, pues las circunstancias pueden llevarnos a veces a errar gravemente y a hacerlo en masa.
La cuestión es así cómo deslindar ejercicio democrático con protección y mantenimiento de la estructura que posibilita ese mismo entablado. O dicho de otro modo: qué límite existe -si alguno- a la hora de ejercer el poder derivado de las urnas.
La respuesta es sencilla y, al margen de que Montesquieu volviera sobre ella en el siglo XVIII, la misma Atenas de Pericles ya la practicaba hace 2.500 años. Se llama "separación de poderes" y constituye la clave de bóveda de cualquier sistema democrático. Sin ella, simplemente es solo cuestión de tiempo que deje de serlo.
De ahí, a su vez, la importancia de los límites del ejercicio de los distintos poderes. Un Parlamento o Gobierno que pretenda juzgar o un cuerpo judicial que tenga veleidades legislativas deben tener normas claras que les acoten, por supuesto, pero a su vez deben tener verdadera independencia unos de otros. De otro modo, la separación será solo sobre el papel para encubrir una verdadera tiranía. Pues allí donde los tribunales, por ejemplo, son complacientes con el Gobierno, la democracia simplemente ha dejado de existir.
Y por eso mismo, ningún Gobierno que pretenda llamarse verdaderamente democrático puede desactivar al poder judicial, sea cual sea la excusa para hacerlo, pero menos aún cuando la razón para ese ataque a la separación de poderes es la propia consecución del poder.
Pues bien, eso es exactamente lo que, aquí y ahora, se pretende sin disimulo por el actual presidente en funciones. Bajo una retórica pretendidamente conciliadora que ni siquiera él se cree, Pedro Sánchez, con tal de seguir en el poder, está dispuesto nada menos que a dinamitar la separación de poderes y los cimientos del Estado de derecho. Porque no puede llamarse de otro modo a su aceptación de las exigencias de un -presunto- delincuente como Puigdemont, alguien que no ha podido ser juzgado porque prefirió huir escondido en un maletero, pero que participó en acciones que, para otros que no huyeron, ya han sido declaradas delictivas por los tribunales. Y así, el -presunto- delincuente va a obtener nada menos que la promesa de que el Parlamento español se inmole y reconozca que la ley que declaraba delictivos los hechos que él llevó a cabo, era una ley injusta que no debe serle aplicada; que los jueces que -en cumplimiento de esa misma ley y de sus deberes como garantes de la seguridad y la igualdad de todos los españoles- venían aplicándola, investigando y enjuiciando aquellos graves hechos, habrían actuado de modo igualmente injusto, y que la inmensa mayoría de los españoles que sí respetamos esa y las demás leyes, nos gusten o no, somos unos necios y, por eso mismo, hemos de tragar con lo que pacten Sánchez y su socio el -presunto- delincuente.
Pero no. No todo vale. Y Puigdemont y Sánchez debieran saberlo. Porque la ley -y, como ley suprema tenemos a la Constitución- también obliga al propio Gobierno y al Parlamento. Y son los Tribunales los que están llamados a seguir aplicándola hasta las últimas consecuencias. De otro modo, dejaríamos en manos de uno solo de los poderes del Estado la protección de nuestros derechos y libertades y el mismo futuro de una democracia que costó demasiado alcanzar. Y, como recordaba hace poco un magistrado español, caeríamos en lo que, hace más de 2.100 años, Marco Tulio Cicerón, ya advertía, anticipando el ocaso de la República romana:
"Los pueblos que ya no tienen solución, que viven ya a la desesperada, suelen tener estos epílogos letales: se rehabilita en todos sus derechos a los condenados, se libera a los presidiarios, se hace regresar a los exiliados, se invalidan las sentencias judiciales. Cuando esto sucede, no hay nadie que no comprenda que eso es el colapso total de tal Estado; donde esto acontece, nadie hay que confíe en esperanza alguna de salvación".