Se ha vertido demasiada tinta estéril sobre las ventajas y desventajas de la revisión con el IPC. Sabemos que, sobre todo, la gran ventaja de no hacerlo es la reducción de costes del sistema de pensiones público. El sistema propuesto por los expertos y básicamente aceptado por el anterior gobierno consistió en reducir el coste de las pensiones mediante un método que José Mota calificaría como de "al merme", sin que casi se note.
En efecto se trataba de que el poder adquisitivo se reduciría conforme el índice de precios aumentase gradualmente. Los efectos a largo plazo podrían ser tan efectivos como devastadores. Entre estos últimos, dos impactos relevantes han pasado desapercibidos en la montaña de comentarios vertidos en los medios de comunicación: el efecto sobre la financiación de la dependencia y las consecuencias sobre la planificación financiera individual.
Los efectos de no revalorizar con el IPC son especialmente drásticos justamente sobre los dependientes. La mayor parte de las personas que necesitan ayuda para las tareas básicas de la vida diaria adquieren la condición de dependientes cuando han cruzado la frontera de los ochenta años de edad y llevan percibiendo una prestación de jubilación durante más de 15 años. No revalorizar las pensiones implicaría tener una pensión reducida en un 25% justo cuando sus necesidades económicas se disparan y sin que el actual sistema de dependencia, gafado, pueda suponer una garantía de ingresos suficientes para hacer frente a esta contingencia.
El riesgo de la inflación
En segundo lugar, hay que subrayar un tema de traslación de riesgos subyacente a la reforma de las pensiones. Cuando se indicia una pensión al IPC el sistema público asume un riesgo: el de una inflación elevada y por tanto genera un incentivo al gobierno para que ésta no se le vaya de las riendas.
Todo lo contrario ocurre cuando trasladamos el riesgo inflacionario a los pensionistas, como pretendió la reforma del 2013: más inflación reduce el coste real de las pensiones junto con la deuda pública en circulación. En la historia económica hay suficientes ejemplos de crisis financieras de los estados solucionadas con más emisión de moneda e inflación, cargando el coste del ajuste sobre los tenedores de bonos y pensionistas.
El problema derivado y oculto es que cuando un sistema público de pensiones traslada el riesgo inflacionario al pensionista, está incrementando la necesidad de planificación complementaria de pensiones y añadiendo un riesgo elevado. En efecto, si usando un plan de pensiones deseo complementar la pensión pública, el escenario a proyectar cambia radicalmente si la previsión social complementaria debe cubrir también la brecha causada entre IPC y revalorización de la pensión pública.
En efecto, el complemento de pensión al momento de la jubilación comienza a crecer explosivamente año a año si mediante la pensión privada debemos cubrir la pérdida de poder adquisitivo de la pública. Pero además existe un problema técnico de difícil resolución: la inflación a largo plazo es impredecible. Por tanto, los modelos de simulación estocástica (por ejemplo basados en simulaciones de Montecarlo) arrojarán escenarios en los que la situación a cubrir no es la de la proyección media (del 2% de inflación a largo plazo) sino la de una que limite los efectos negativos en escenarios más desfavorables que el central. Por esto requiere que el individuo ahorre un nivel superior al necesario para cubrir una inflación del 2% (escenario central a largo plazo para la inflación del BCE).
En conclusión, unas pensiones públicas indiciadas al IPC son mejores para estimar con menos riesgo las pensiones privadas complementarias y que los individuos planifiquen mejor su jubilación individual.
¿Debemos dejar las pensiones como están?
En modo alguno. Hay que introducir una lógica racional de equilibrio actuarial entre aportaciones y prestaciones. Hay que actuar en la raíz del problema: que la pensión inicial que se perciba tenga mucho más que ver con lo que empresa y trabajador aportaron para su financiación. El sistema actual, aunque ha mejorado a lo largo el tiempo, sigue estando plagado de normas jurídicas sin sustento ni justificación desde la racionalidad actuarial. Se siguen ofreciendo pensiones de a duro, a cambio de aportar cuatro pesetas. Es insostenible y constituye un engaño hacia las generaciones futuras. Y es donde reside la solución real de las pensiones públicas: hay que basarse más en la matemática actuarial y reducir la maraña de disposiciones oscuras que facilitan prebendas a unos a cambio de cargar costes a los demás.