
Fue Mario Andreotti, el eterno y maquiavélico ministro italiano quien dijo que "sólo hay una cosa que desgasta más que el poder, y es no tenerlo".
El actual presidente del Gobierno de España, ha hecho suya esta reflexión y síntoma con muchas de las decisiones que ha tomado a lo largo de esta legislatura. Los socios de su partido, más que socios, se han convertido en "clientes premium" desplazando de este papel a sus propios votantes. Una buena prueba de ello ha sido la imposición por parte de Podemos y compañía del nuevo salario mínimo. Pedro Sánchez ha cedido a sus presiones tan sólo dos días después de ser aprobada la controvertida nueva Ley Laboral. De este hecho podemos inferir cinco reflexiones:
Primera. Sin duda, en los últimos días se ha hablado mucho del concepto de salario mínimo. La mayor parte de los políticos y expertos en economía reconocen su necesidad como marco de referencia estable. Sin embargo, se ha debatido muy poco en establecer cual es el que realmente este país se puede permitir. Eso que podríamos llamar "salario mínimo máximo" y que exige un ejercicio de sinceridad por parte de los reguladores y no de voluntarismo… por no llamarlo populismo. No olvidemos que nos encontramos en un momento del juego en el que nuestra economía está peleando con todas sus fuerzas por empatar y forzar la prórroga. No nos engañemos, la victoria está todavía muy lejos.
Segunda. En la simplificación de la cuestión que nos ocupa se ha optado por la comercial, simbólica y atractiva cifra de los 1.000 euros. Una cantidad que nadie en el Gobierno ha explicado si responde a un riguroso y exhaustivo análisis del entorno económico. ¿Por qué no 986 o 1.004? Probablemente porque no resultan tan memorables y oportunamente electorales. Esperemos que no nos encontremos a la vuelta de la esquina con subidas de impuestos del 9,99%, o de la luz un 19,99%.
Tercera. Otro aspecto importante es la falta de sensibilidad de la nueva medida en lo que se refiere a considerar las diferencias del coste de la vida entre las diferentes comunidades, o entre grandes urbes y pequeñas poblaciones, o entre la España Llena y la Vacía. Este Gobierno, tan pendiente de las asimetrías en otros aspectos, como por ejemplo el reparto de los Fondos Europeos, debería tener todo esto muy en cuenta a la hora de fijar el salario mínimo. No nos engañemos, mil euros no son lo mismo en Málaga que en Malagón.
Cuarta. Una subida de salarios supone su correspondiente incremento de contribución a la Seguridad Social para las empresas empleadoras, curiosamente en un momento en que muchas de ellas acaban de salir de la otra pandemia paralela: los Erte. ¿Era este el mejor momento para poner encima de la mesa la cuestión? Sólo considerando la agenda electoral como guía de la política económica es comprensible. Por cierto, mientras escribo esta tribuna se celebra precisamente la Virgen de Lourdes, una fecha en la que los empresarios a lo más que se atreven es a pedirle que "se queden como están".
Quinta. Ignorar la realidad acaba doliendo. Despreciar el punto en que convergen las curvas de oferta y demanda siempre tiene malas consecuencias. La primera de ellas el incremento de la economía sumergida. Pero como eso donde menos queda reflejado es en los caladeros de los sindicatos, grandes empresas y administraciones públicas, poco parece importar a los padres de la idea. No olvidemos lo que Peter Drucker, uno de los grandes expertos en empresa y relaciones laborales nada sospechoso de radicalismo, dejó escrito: "Un sindicato es una organización política y necesita relaciones de oposición y batallas victoriosas. Una empresa es una organización económica y necesita productividad y disciplina."