Es un tópico definir la inflación como el impuesto más injusto. Pero no por manido deja de ser cierto, como también lo es que este impuesto enmascarado afecta especialmente a las clases más desfavorecidas de la sociedad y los trabajadores que sufren en sus bolsillos una pérdida de poder adquisitivo que les deteriora sensiblemente su capacidad de compra y su nivel de vida.
Los números, que como el algodón no engañan, muestran como el IPC hasta noviembre elevó su tasa interanual hasta el 5,5%, la más alta en casi treinta años, que contrasta de manera sensible con el 1,5% que registran las subidas de los salarios pactadas en convenio o con el 2,5%que es el valor medio que se utiliza para la revalorización de las pensiones.
Es decir, hay una pérdida de poder adquisitivo generalizada que se hace aún más patente cuando se desciende al incremento de los precios por sectores que reflejan una subida del 16,8% en la vivienda, agua, electricidad y otros combustibles; del 13,5% en el transporte; del 3,3% en alimentos y bebidas no alcohólicas y del 2,5% en hoteles y restaurantes.
Cierto que las primeras estimaciones de los analistas privados y de algunos organismos oficiales apuntaban a que este período inflacionista generalizado en la Unión Europea sería poco profundo y limitado en el tiempo, pero los hechos les han ido poco a poco desmintiendo, con el agravante en España de que el Gobierno tiene ya indexadas las pensiones y ha presupuestado una subida del 2% para los empleados públicos, incluidos los ministros, mientras recomienda la congelación salarial para los trabajadores del sector privado frente a las estrategias reivindicativas de los sindicatos y sin arbitrar mecanismos de control de precios.
Situación esta que está provocando las alarmas entre los empresarios y las instituciones económicas, dentro y fuera de nuestro país, ante el temor de que si se equiparan las subidas salariales a los precios el impacto del crecimiento de los precios convierta lo que se estima una situación coyuntural en un problema estructural. De hecho, el Banco de España ha elevado hasta el 3,7%, su previsión de inflación para el año 2022 que estamos a punto de iniciar, dos puntos por encima de sus estimaciones anteriores y 1,7 puntos porcentuales por encima de la subida media de los precios que Bruselas prevé para los países de la zona euro.
Una escalada inflacionista y un diferencial con nuestros socios europeos y principales europeos que está minando también la competitividad de nuestras empresas y de nuestras exportaciones además de provocar una fuerte rebaja del crecimiento de la economía española, convirtiendo en el cuento de 'La Lechera' las previsiones presupuestarias del Gobierno. Esta misma semana hemos conocido como el Fondo Monetario Internacional (FMI) ha rebajado sus previsiones de crecimiento para nuestro país al 4,6% en 2021 y al 5,8% en 2022, en línea con la OCDE y con el Banco de España que rebajó sus estimaciones para la economía español al 4,5% y al 5,4%, respectivamente, muy por debajo del 6,7% y 7% que se mantiene en el cuadro macroeconómico de los presupuestos del Estado.
También el Instituto de Estudios Económicos (IEE) ha rebajado al 4,6% su estimación de crecimiento del PIB español para este año, por la "pérdida de dinamismo" durante último trimestre, con un avance de sólo el 2 por ciento y ha situado en el 5,2% su pronóstico para 2022.
Con este escenario el eslogan de "una recuperación justa" que forma parte del argumentario propagandístico de Pedro Sánchez se antoja tan falsa como su promesa de que la luz habrá vuelta al precio de 2018 a final de este año. Porque ni hay recuperación – todos los organismos la aplazan ya a 2023- ni, como le han recordado desde los partidos de la oposición parlamento, tampoco puede haber justicia con la inflación desbocada, y el déficit público, la deuda y el desempleo disparados.