La llegada del IPC español al 4% el mes pasado provoca una importante preocupación sobre los efectos que la subida tan rápida y sostenida de esta variable provocará. No es necesario que se plantee un escenario extremo como el propio de la estanflación, que combina el estancamiento del PIB con los elevados precios, para observar importantes perjuicios en el sector privado y en el público.
En el caso de este último, es cierto que puede beneficiarse de un cierto alivio en aspectos como el cálculo de la deuda que acumulan las Administraciones, ya que este pasivo se mide en unidades monetarias (euros) y el avance de la inflación provoca que estas últimas se deprecien. Sin embargo este efecto matemático se ve desbordado por la necesidad de financiar partidas de gasto público ligadas al IPC como son, en España, las pensiones y el sueldo de los funcionarios. En el caso de nuestro país, estos dos capítulos exigirán un desembolso extra de 11.000 millones, lo que significa más gasolina para un nivel de deuda que llegó al 122,8% del PIB en el segundo trimestre. En el caso de las familias, el castigo que les infligirá la inflación este año será aún mayor: 30.000 millones. El perjuicio para los hogares no sólo radica en que afrontan mayores precios en productos y servicios a los que no pueden renunciar, como la energía. Más preocupante es el hecho de que un país caracterizado por el ahorro muy conservador, custodiado en depósitos y cuentas a la vista con nulos rendimientos, las familias se empobrecen por la depreciación que sufren esos recursos. La alta inflación, con su capacidad para provocar daños en múltiples frentes económicos simultáneamente, constituye la gran amenaza capaz de descarrilar la recuperación.