
Hará falta cierta perspectiva temporal para valorar en su medida el hito asombroso de haber conseguido vacunas contra la Covid-19 en menos de un año. Desde el comienzo de la pandemia se puso en marcha una carrera a gran velocidad para el desarrollo de vacunas, abriendo caminos nuevos para ganar tiempo. Y ello sobre la base de una colaboración, también histórica, entre compañías farmacéuticas, instituciones públicas y privadas de investigación, agencias evaluadoras y gobiernos, sin escatimar ninguno de ellos esfuerzos y recursos. Gracias a ello, un proceso complejo y largo, que suele durar entre 8 y 10 años, se ha cubierto en meses. Es un éxito de todos y un logro sin precedentes.
Pero, casi tan compleja como la investigación y el desarrollo de estas vacunas es su producción a una escala como nunca antes se había necesitado, puesto que para alcanzar una inmunidad de grupo se requiere, al menos, vacunar a un 70% de la población mundial, lo cual significa fabricar en torno a 10.000 millones de dosis, dado que en la mayoría de las vacunas se requiere administrar dos dosis.
Ya desde el comienzo de los procesos de I+D se advirtió de este segundo desafío por parte de las compañías farmacéuticas. No existía al inicio de esta pandemia una capacidad de producción suficiente para hacer frente a esas necesidades en un periodo de tiempo corto. Las vacunas son productos biológicos de alta complejidad, y en algunos casos, además, se trata de vacunas con tecnologías completamente nuevas y condiciones de producción y conservación muy especiales, no experimentadas antes a nivel industrial.
Poner en solfa la seguridad jurídica de la protección industrial frenaría las investigaciones
Por eso, las compañías desarrolladoras de vacunas pusieron de inmediato en marcha, mientras investigaban y sin saber aún si tendrían éxito, medidas para afrontar el reto de la producción. Iniciaron planes de ampliación y adaptación de sus instalaciones, comenzaron a fabricar a riesgo (es decir, antes también de que sus vacunas estuvieran aprobadas) y buscaron socios industriales en distintas regiones del mundo para ampliar su capacidad productiva. Ya están en marcha acuerdos en las distintas fases de producción de varias compañías con otras, incluso competidoras, en todos los continentes, y por supuesto con empresas españolas. El objetivo es uno: multiplicar al máximo la capacidad productiva, ganando tiempo al tiempo y salvaguardando la obligada calidad de la producción. Y calidad, hay que subrayar, en este caso se extiende a eficacia y seguridad.
Las ganas de parar las muertes y la angustia y salir cuanto antes de esta crisis -que es sanitaria, económica y social-, las expectativas naturales que ha generado la aprobación de las vacunas y los problemas de producción registrados en estas primeras semanas han abierto un debate internacional sobre cómo avanzar con la mayor rapidez tanto en la producción de vacunas como en el acceso de todos los países. Y una idea que se ha planteado ante la Organización Mundial del Comercio es la exclusión temporal de las patentes, de modo que cualquiera pudiera producirlas sin consentimiento de los legítimos dueños.
No se trata aquí de extenderse en la necesidad y bondades de las patentes, si bien no conviene olvidar, en todo caso, que esos derechos de propiedad garantizan que compañías farmacéuticas en todo el mundo se lancen a la incierta carrera de investigar medicamentos, que implica de media diez largos años, grandes costes (unos 2.500 millones de euros) y, sobre todo, alto riesgo (de cada diez mil compuestos analizados en investigación básica apenas uno llegará un día a ser un medicamento disponible). O que contribuyen al conocimiento científico, dado que cuando una compañía halla un potencial desarrollo y lo patenta hace público para toda la comunidad científica el conocimiento que le ha llevado hasta allí. O que, en definitiva, son la piedra angular de un modelo de I+D biomédica mundial que no sólo permite que las compañías farmacéuticas desarrollen el 95% de los medicamentos hoy disponibles, que en las últimas décadas se hayan logrado asombrosas mejoras en la supervivencia y que, en definitiva, se prevea una caducidad de la protección industrial que facilita la llegada de genéricos y biosimilares que contribuyen a promover la competencia, bajar precios y lograr ahorros que se pueden reinvertir en seguir fomentando la innovación.
De lo que se trata en este espacio no es de abundar en el desastre que a medio plazo supondría poner en solfa la seguridad jurídica de la protección industrial y de ese modelo de I+D de medicamentos que se sustenta en ella, y que ha permitido precisamente el hito de que en menos de diez meses dispongamos de vacunas contra la Covid-19, un coronavirus que sólo hace un año no se conocía. Se trata de recordar que son precisamente todo el trabajo investigador de décadas y la experiencia y liderazgo de la industria farmacéutica, junto a la colaboración en ámbito global, los que han facilitado este logro sin precedentes.
Pero es que, además, no parece que conculcar el derecho a la propiedad sea solución de nada. En primer lugar, y como ya se ha dicho, las compañías con vacunas son las primeras interesadas en suministrar la mayor cantidad posible en el menor tiempo posible, aunque sólo fuera por una cuestión de competencia. Y, en segundo lugar, porque muy pocas plantas en el planeta están capacitadas para fabricarlas. Apenas una decena de compañías farmacéuticas en el mundo se dedican a desarrollar vacunas. Por eso las compañías han sellado acuerdos con aquellas que tienen esa capacidad, incluidos países como India y Sudáfrica que tan críticos se están mostrando con el sistema de patentes.
Por otro lado, más que un problema de producción, que se circunscribe a estas primeras etapas y que quedará subsanado en breve, tanto por las soluciones ya aplicadas como por la llegada de nuevas vacunas que se sumarán a las tres ya aprobadas en los países occidentales, estamos ante un desafío de distribución. Según las cifras de producción prevista para 2021 de cinco de las vacunas (Pfizer, AstraZeneca, Moderna, Novavax y Janssen) dispondremos de casi 9.500 millones de dosis. Si sumamos las restantes vacunas se superan los 14.000 millones.
Por tanto, vacunas hay, y habrá, para todos. El reto es asegurar que se reparten adecuadamente. Los países más desarrollados adelantaron mucho dinero a las compañías que estaban desarrollando las vacunas para asegurarse el suministro de las que finalmente fueran aprobadas. El éxito de que varias hayan alcanzado la meta y otras estén a punto de lograrlo permite, como muestran las cifras, que haya excedentes en las compras de esos países. Del mismo modo que la colaboración ha sido crítica para conseguir vacunas en tan poco tiempo lo será ahora para que éstas se distribuyan por todo el mundo. La iniciativa COVAX, liderada por la Organización Mundial de la Salud y respaldada por gobiernos, industria farmacéutica y otras organizaciones sociales, podrá bien ser el instrumento para conseguirlo. Y se conseguirá si todos nos centramos en ello y no en supuestas soluciones que no lo son ni a corto ni a largo plazo.