
Tarde, a la fuerza, sin soluciones y con el gobierno dividido. Así se presenta el ministro Marlaska en Marruecos, intentando frenar el recrudecimiento de una presión migratoria con dinero y claudicaciones como hiciera en su momento Rodríguez Zapatero quien, recordemos, apoyó el plan autonómico de Marruecos para el Sahara Occidental obviando las resoluciones de la ONU, y un mes después reconocía la soberanía marroquí sobre el caladero canario-saharaui.
Los números, que como el algodón no engañan, muestran que hasta mediados de noviembre las llegadas de inmigrantes ilegales a Canarias han sado de 1.497 en 2019 a 16.760 en este año, mientras que en el conjunto de España suman ya 33.946, un 23,5 por ciento más. La mayoría de ellos, curiosamente, de nacionalidad marroquí y con origen en Dajla, la antigua Villa Cisneros.
Una inmigración ilegal que, en términos económicos le cuesta a España más de 20 millones anuales a los que hay que sumar otros más de 16 millones en gastos de repatriaciones, centros de internamiento y tutela a los menores de edad, además del impacto negativo sobre el turismo, especialmente en Canarias. Y un terrible drama humano que, además de las causas tradicionales de miseria, guerras o persecuciones que le alientan, en estos momentos viene impulsada y potenciada también por la debilidad del gobierno socialpopulista de Sánchez e Iglesias, la pérdida de credibilidad y confianza que su gestión suscita en los foros internacionales y entre nuestros potenciales aliados, la carencia de una política exterior seria y definida y el resurgimiento del conflicto en el Sahara Occidental.
Marruecos, que nunca da puntada sin hilos y tiene las llaves de la puerta migratoria, ni simpatiza ni se fía de un gobierno en el que su vicepresidente segundo y varios ministros pertenecen a un partido que tiene entre sus objetivos programáticos "defender y trabajar para para que el pueblo del Sahara Occidental ejerza su inalienable derecho a la autodeterminación", y que recientemente ha reclamado en el Congreso de los Diputados un "implicación firme" de las instituciones españolas en la descolonización del territorio saharaui.
Tampoco olvidan en Rabat que Pedro Sánchez ha sido el primer presidente del Gobierno de España en romper la tradición ininterrumpida desde el inicio de la Transición de elegir Marruecos como primer y principal destino de sus viajes oficiales. Tal vez porque Sánchez desconoce o le importa muy poco la trascendencia de las relaciones políticas, económicas y de seguridad con nuestros vecinos del sur.
No es ajeno a ello que Marruecos mantenga cerradas las fronteras con Ceuta y Melilla desde marzo, en una estrategia clara de asfixia económica de las dos ciudades españolas, que haya ampliado sus aguas territoriales hasta Canarias sin respuesta alguna del Ejecutivo de Madrid y que ahora haya relajado los controles de salida de inmigrantes ilegales e, incluso, los esté favoreciendo. Precisamente cuando el Frente Polisario resucita y ha declarado el estado de guerra en el Sahara Occidental.
Pero Marruecos sabe también que España es hoy un socio poco fiable para Estados Unidos, también con Biden, y para nuestros socios de la UE donde vigilan con lupa los movimientos del sanchismo contrarios a las libertades y al Estado de Derecho, que son principios irrenunciables de la Unión. Prueba de ello es que España, que es frontera sur de Europa no ha sido invitada a la cumbre europea para reformar el espacio Schengen y las fronteras europeas, ante el recrudecimiento del terrorismo yihadista. Encuentro al que si asistieron Francia, Alemania, Austria y Países Bajos.
Porque esta es otra deriva del asunto. Informes de la Guardia Civil, de la Policía Nacional y de Frontex, la Agencia Europea de la Guardia de Fronteras y Costas, revelan que, en complicidad con las mafias de inmigrantes, están llegando a las costas españolas terroristas de la Yihad, camuflados entre aquellos que huyen de la pobreza y de la guerra, y con la misión de realizar atentados en Europa, aprovechando la pandemia sanitaria.
Y aquí, en casa, Sánchez recurre a Carmen Calvo para coordinar a los cinco ministerios implicados e improvisar una política migratoria que no existe. ¡Qué Dios reparta suerte!, que es lo único que se puede esperar cuando no existen las ideas, el trabajo y la solvencia.