
Hoy entra en vigor la obligación temporal, hasta el 9 de abril, de que los empleados en servicios no esenciales dejen de acudir a sus centros de trabajo. El presidente Pedro Sánchez la anunció el pasado sábado, después de cambiar por completo de actitud hacia una medida, propiciar una detención más amplia de la actividad industrial, a la que se había resistido en las más de dos semanas transcurridas desde que empezó el confinamiento de los ciudadanos.
Todo apunta a que ha sido el todavía importante aumento del número de contagiados y de muertos, pese a la ya larga duración de la cuarentena, lo que ha motivado el viraje de Sánchez en su postura.
De hecho, España volvió a registrar un máximo de muertes por coronavirus este domingo, con casi 850 en el transcurso de tan sólo 24 horas.
La iniciativa, como está ahora planteada, se sujeta a claras, y necesarias, limitaciones. Se trata de siete días extra que se suman a la Semana Santa, y el objetivo es que sean jornadas recuperables (no en vano estarán remuneradas).
Ahora bien, es posible que el Gobierno prolongue la vigencia del decreto si los fallecimientos siguen al alza. Conviene avisar ya de los riesgos de ese paso. La situación es límite en gran parte de la industria.
Para hacer sostenible esta medida de excepción, debe atenderse la reclamación de la patronal Foment, relativa a que el Estado asuma una parte (en torno al 75%) de los salarios de las empresas afectadas por el permiso forzoso. Pero urge especialmente evitar que el parón sea demasiado largo.
Existe el riesgo de una ruptura total de la circulación de suministros e, incluso, de la cadena exportadora. Si las fábricas españolas son incapaces de atender, en un periodo prolongado, los pedidos de sus clientes en el exterior, estos recurrirán a proveedores de otros países. Se cercenarán así vínculos técnicos y comerciales que a la industria española le costó años poner en pie.