
"España no se va a romper". Cuando el candidato a gobernar un país comienza su discurso-programa viéndose en la necesidad de aclarar tan comprometida duda, es que algo ha hecho mal en el proceso que le ha llevado hasta la honrosa tesitura como es someterse a una sesión de investidura. Y ese es el caso de Pedro Sánchez. La duda ha anidado de tal manera en la sociedad española, en los mercados y los bares, en las conversaciones de dominó vespertino y de oficina, que hasta él se ha dado cuenta de que era necesario intentar convencer a todos de que sus cesiones al independentismo catalán y vasco, y al filoindependentismo de la izquierda radical, no van a acabar con este proyecto colectivo de varios siglos de historia, una de las naciones más antiguas de Europa.
Ha intentado persuadirles sin éxito de que la consulta que va a conceder al partido protagonista de un golpe contra la legalidad constitucional es inocua. Ha tratado de hacer ver que adecuar las estructuras del Estado a la realidad nacional de Cataluña y el País Vasco, no va a suponer un hachazo a la unidad del país. Ha intentado engañarles una vez más asegurándoles que utilizar las instituciones en beneficio propio (Abogacía del Estado, CIS, RTVE, subida o no de las pensiones, manejo del Congreso a su conveniencia, ahora ya hasta la gobernabilidad de regiones como Cantabria) no va a significar un debilitamiento de la credibilidad de esas instituciones democráticas. Ha tratado de decir además, con esa frase inicial, que atacar y desprestigiar a los órganos jurisdiccionales como la Junta Electoral Central, como ha hecho con total impunidad su portavoz parlamentaria, no es malo para que también los jueces se sumen por la fuerza de la presión a esta nueva etapa modélica en la que la democracia española se echó en manos de sus propios enemigos.
Es imposible afrontar el análisis de una sesión de investidura como ésta sin quedar fuertemente impresionados por la frase del candidato hablando de superar la "deriva judicial" en el conflicto catalán. Sin recordar lo que escasas doce horas antes había proferido Adriana Lastra contra un organismo judicial democrático de nuestro Estado de Derecho, la JEC, vinculándola con la "derecha y la ultraderecha empeñadas en boicotear la investidura de Pedro Sánchez".
Nunca antes un gobierno ni un partido de gobierno había realizado tales acusaciones contra la justicia, pocos días después de dejar sepultado en el barro el prestigio de la Abogacía del Estado. Llegar en esas condiciones a un discurso de investidura deja marcado a cualquiera.
Tan importante era su justificación sobre los graves hechos descritos que era crucial escucharle un razonamiento convincente. Y el único ha sido ese: crean en mí, que en raras ocasiones les he dicho algo que luego haya cumplido, crean que España no se va a romper. El aplauso final de su grupo ha venido acompañado del suyo propio, el candidato que se aplaude a sí mismo sin reconocer un ápice de las nefastas acciones que está llevando a cabo.
Lo importante a partir de ese arranque no era la retahíla de medidas cacareadas sin convicción, ni ritmo, ni seducción por parte del candidato. Lo importante no era el programa de gobierno que todos conocemos ya, la clave era lo que se estaba cociendo a seiscientos kilómetros del Congreso, en una ejecutiva de ERC que ha preferido lo menos malo, el gobierno débil de un Sánchez en sus manos, que la pataleta por la inhabilitación de Junqueras y la destitución de Torra. Lo escuchado demuestra que ya en la moción de censura Sánchez negoció con Esquerra, Bildu y compañía, pese a negarlo, para llegar al poder.
Sánchez llevaba las réplicas a los portavoces de otros grupos escritas sin haberles escuchado, otro molde que el líder socialista ha roto, que deprecia el debate parlamentario y lo deja al nivel de los discursos preparados en los despachos.
Así, la respuesta a Santisgo Abascal, representante del tercer partido de la Cámara, fue un glosario de datos sobre la violencia contra las mujeres, el gasto autonómico, o el gasto sanitario por la inmigración, que ni de lejos fue lo más importante que el de VOX había planteado en su intervención. El debate era reinventado así por Pedro Sánchez hacia la conveniencia o no de que VOX estuviera en el Congreso con las ideas que defiende, y si merece o no el voto de los españoles. Abascal le preguntaba por sus acuerdos con los enemigos de España, pero daba igual. Lo importante estaba ocurriendo fuera del Congreso, y a esa hora ERC ya había anunciado su apoyo a la investidura en forma de abstención.
Antes de eso había debatido con el jefe de la oposición. Pablo Casado se creció en la réplica sin papeles tras una intervención inicial leída con menos fuerza, apagada, aunque en ella anunciara lo más importante: la posible denuncia por prevaricación contra Sánchez si no hace cumplir la ley en relación al destituido presidente catalán que sigue todavía en el cargo. Casado ha lanzado un órdago que tal vez no haya medido bien: emplazar al candidato a que convoque elecciones para someter a referéndum nacional lo que acuerde con ERC. Para hacerlo, necesita contar con una mayoría que debe incluir al PP. ¿Está dispuesto Casado a asumir ese riesgo que supondría abrir la puerta al final de España tal y como hoy es?.
En la peor réplica que se recuerda a un presidente español en la tribuna del Congreso, por supuesto escrita previamente, Sánchez ha justificado a Casado la bilateralidad entre los ejecutivos nacional y catalán echando mano del estatuto extremeño que según él contempla esa misma relación entre el gobierno autonómico y el portugués. Lean el artículo 17 del Estatuto de Extremadura y comprobarán la realidad. Acurrucados en sus cómodos sillones de presidentes autonómicos, los barones socialistas, incluido Fernández Vara, habrán asistido satisfechos a este debate que justifica y consagra la desigualdad de los españoles.
Del resto de las intervenciones sobresale la dignidad de Ana Oramas haciendo gala de principios frente a dádivas para su territorio, y la falsa dignidad del portavoz de Teruel Existe para justificar su apoyo al gobierno que le entrega dinero y prebendas. Una de ellas es la autovía prohibida hace años por el impacto ambiental que provocaba, y quien decretó esa prohibición fue... un gobierno socialista. Concretamente la que hoy es ministra de Transición Ecológica, que también adapta sus principios verdes según sean los fines de su partido. Ahora que Teruel ya existe, habría que preguntarle al diputado Guitarte si cree que con su voto España va a existir también.
En el capítulo de las alucinaciones hay que dejar la estrategia nacional contra la desinformación anunciada por el candidato, en la que estará trabajando ya su Secretario de Estado de Comunicación para tratar como se merece la obsesión enfermiza de los periodistas por preguntar y la tendencia de la prensa libre a publicar lo que el gobierno considere fake news.
Uno de los grandes triunfadores de este debate es Pablo Iglesias. Con el gesto serio que acostumbra cuando gana, ha afirmado que "las cosas no salen nunca a la primera". Y tiene razón: necesitó de dos elecciones para llegar al gobierno. Era en algún sentido también una investidura del candidato a la vicepresidencia. Por eso era importante su discurso para conocer por dónde irán los tiros en empleo, igualdad, universidades y tal vez vivienda, las carteras que según las filtraciones podría asumir su formación política. Pero la intervención quedó en crispación contra la "ultra y la ultra al ultraderecha" y en los habituales reproches. Poco se conoció sobre tan importantes áreas de gobierno en el turno del futuro número dos del gobierno Frankenstein segunda parte.
Sí que pronunció la habitual amenaza a los "togados que ponen por delante su ideología reaccionaria", es decir, a los jueces que no resuelven a favor de los intereses políticos de Podemos.
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