
La "batalla" judicial entre algunas plataformas de distribución y sus supuestos colaboradores (autónomos) ha vuelto a poner sobre la mesa un viejo problema del mercado laboral español, la enorme diferencia de costes sociales (y responsabilidades societarias) entre los trabajadores asalariados (los llamados "trabajadores por cuenta ajena") y los "autoempleados" o trabajadores autónomos. Esa distorsión inducida por la normativa fiscal, laboral, social e incluso penal (recordemos la famosa compliance tan de moda en los últimos años, pero dejemos ese tema para otra ocasión) tiene especial relevancia en nuestro sector, el transporte por carretera y en concreto en nuestro país, donde la fragmentación empresarial destaca claramente sobre otros países de nuestro entorno.
Se necesita un marco legislativo que protega a las empresas que crean empleo de calidad
Prácticamente todos los nuevos modelos de negocio que, en este sector y en otros, dicen apoyar sus expectativas de crecimiento en la utilización "disruptiva" de las nuevas tecnología -léase comúnmente una app y algo de marketing- en realidad son un simple canto al low cost y se cimentan sobre la explotación extrema de las "ventajas" que tiene el utilizar "autoempleados" frente a la otra alternativa como es simple y llanamente contratarlos. Es decir, se basan en el dribling a la normativa laboral que sería aplicable en caso de tener en nómina a todas las personas que, al fin y al cabo, hacen realidad el corazón de esa actividad. Una actividad que prometen revolucionar a través de nuevas tecnologías que facilitan la coordinación de lo que antes estaba descoordinado y, por tanto, no era suficientemente eficiente y conllevaba costes que ahora pueden ser eliminados, de modo que se puedan reducir drásticamente los precios y, lograr así, el aplauso de la opinión pública y hasta de los vigilantes de la competencia en el lado de las Administraciones.
El problema principal, además de la precarización laboral que arrastran, está en que esas novedosas formas empresariales entran en directa competencia con los que se ha dado ahora en llamar, con cierto tono despectivo, "empresarios tradicionales". Empresarios que tienen en nómina a sus trabajadores y pagan sus salarios y sus cotizaciones a la Seguridad Social -mucho mayores que las de los autónomos- haya o no haya "viajes" que hacer, se esté o no en periodo vacacional o de baja laboral y que, llegado el caso de crisis y verse abocados a reducir plantilla para hacer viable la empresa han de cumplir obviamente con las correspondientes indemnizaciones económicas a empleados que normalmente superan diez, quince y veinte años de antigüedad en la compañía. Además, obviamente, de comprar los vehículos que se vayan a utilizar.
Dado que todos esos costes -fijos cada mes y latentes a largo plazo- suponen casi la única variable de competitividad en precios que se puede manejar en el sector, la precarización que va de la mano de esta ingeniería sociolaboral resulta obligadamente contagiosa e impide que las empresas de transporte puedan desarrollar modelos salarialmente atractivos para atraer nuevas vocaciones.
En mi opinión, está claro que lo que prima en este momento es la necesidad de un marco legislativo estable que apueste por proteger a las empresas creadoras de puestos de trabajo de calidad, que favorezca una mayor confianza entre el empresariado y los trabajadores. Y, por supuesto, que proteja al autónomo para que tenga la posibilidad real de crecer sin que las consecuencias fiscales, sociales y laborales le desanimen. Será entonces cuando logra salir de la precariedad que le viene acompañando desde hace demasiado tiempo.