La transformación estratégica de China hacia un nuevo modelo de país abierto a las nuevas tecnologías, energías verdes y alianzas con el Sur Global, junto con la ambición de la India de convertirse en la nueva fábrica del mundo están redefiniendo el equilibrio económico de Asia.
El continente, con una población estimada de más de 4.800 millones de habitantes -aproximadamente, el 57% del total del planeta-, navega al compás de un mundo en plena reconfiguración por las tensiones comerciales entre EEUU y China -sin predentes en la historia reciente más allá de la crisis de 2018- la volatilidad de los mercados y las crisis políticas locales, como al destitución del presidente surcoreano Yoon Suk-yeol de hace unos meses.
Recientemente, Pekín puso en marcha un paquete de estímulo fiscal récord para impulsar el consumo interno mientras Nueva Delhi se enfrenta al escepticismo de los inversores globales reflejado en una caída de la rupia, en lo que va de 2025, que se acerca al 9%.
Tensiones que se trasladaron también a Oriente Medio tras la decisión de ocho países de la OPEP+ a principios de mayo de comenzar a reducir, de forma gradual, los recortes voluntarios de producción que se tradujeron en un incremento de 411.000 barriles diarios a partir del primero de mayo. Un repunte del bombeo que se ha planificado de manera escalonada a lo largo de un trimestre, pero que coincidió en el tiempo con la gran guerra comercial iniciada a principios de abril por el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, abriendo la puerta, de esta manera, a una especie de tormenta perfecta que ha sacudido los cimientos del mercado energético.
Asia mantiene su mirada, de momento, sobre el XIII Plan Quinquenal hasta 2030 anunciado por el Gobierno de Xi Jinping hace unas semanas y que marcó un punto de inflexión en la realidad económica del continente. Y es que ahora, tras años de crecimiento a toda costa, Pekín prioriza explícitamente la "seguridad económica nacional" sobre la expansión a cualquier coste.
Un giro que se ha materializado en un paquete de estímulo de cerca de 8 billones de yuanes destinado al subsidio del consumo en electrónica, los vehículos eléctricos y las energías renovables domésticas. Una medida que busca contrarrestar el impacto de los aranceles de EEUU -a pesar de haberlos negociado para rebajarlos- sobre 370.000 millones de exportaciones chinas, que ya redujeron la participación de EEUU -en las ventas extranjeras del gigante asiático del 19% al 14,5% entre 2018 y 2024, según los datos del Ejecutivo chino.
El rediseño de la iniciativa de la Franja y la Ruta es el símbolo más claro de esta transición. Y es que más allá de los préstamos que ofrece para infraestructuras en África y los países de Asia Central, China canaliza ya más del 60% de sus inversiones en el extranjero a través de instalaciones fotovoltaicas en Brasil, fábricas de baterías para vehículos en Indonesia y centros de datos en Emiratos Árabes, entre otros proyectos.
Una nueva diplomacia verde que se complementa con la creación del Fondo de Inversión en inteligencia artificial de algo más de 8.200 millones de dólares, para la financiación de un millar de startups tecnológicas nacionales que, a su vez, se acompasa también con la estrategia de ecosistema fragmentado a través de la cual empresas estatales compiten en subsectores específicos con el ánimo de crear resiliencia ante las sanciones internacionales.
Complementariamente, está el caso de Taiwán cuya situación política está estrechamente ligada con la realidad de China. La isla, a pesar de la crisis de los aranceles y la sectorial de la industria de los microchips de los últimos meses, ha demostrado una capacidad de adaptación asombrosa. Tras la imposición de gravámenes por parte de Washington, Taipéi reorientó gran parte de sus exportaciones tecnológicas hacia la Unión Europea e India.
Además, el acuerdo de TSMC e Intel para fabricar chips le garantiza el acceso al mercado estadounidense, mientras su inversión del 3% del PIB en I+D posiciona a Taiwán como uno de los líderes mundiales en computación cuántica.
Con un crecimiento proyectado para 2025 superior al 6%, India busca también consolidar su posición como la gran economía de más rápido avance a nivel global. Las reformas en energías verdes y la simplificación regulatoria iniciada por el Gobierno de Narendra Modi buscan atraer inversiones. El país se ha convertido en menos de una década en un imán para la inversión extranjera.
En 2022, India alcanzó el hito de convertirse en la quinta economía más grande del mundo y los modelos estadísticos proyectan que conseguirá hacerse con la cuarta posición tan pronto como en 2026. Además, podría pronto superar a China como el principal centro manufacturero mundial. De hecho, esa es su intención a medida que el dragón dormido avanza hacia una economía moderna de servicios.
Un informe reciente de UBS advertía de las grietas abiertas, a día de hoy, en el sistema económico indio. La manufactura, ponía de relieve la entidad, representa apenas el 14% del PIB -muy por debajo del 28% de China- y la inflación alimentaria roza el 8%, limitando el poder adquisitivo rural. Además, aseguraba el banco de inversión que el éxito del modelo indio dependerá de la capacidad que tenga el país para generar más de 12 millones de puestos de trabajo al año, un reto mayúsculo y más cuando el sector servicios absorbe ya más de la mitad de la fuerza laboral.
El coste de la inestabilidad institucional está pasando factura también a la economía surcoreana. La destitución del presidente Yoon Suk-yeol - tras el intento fallido de imponer la ley marcial- desencadenó una crisis de confianza sin precedentes. El FMI recortó sus previsiones de crecimiento para Seúl en 2025 del 2,3% al 1%, citando la "parálisis legislativa" que, en estos momentos, bloquea el desembolso de más de 33.000 millones de dólares aprobados hace meses para reactivar la economía surcoreana.
"Se espera que la rápida escalada de las tensiones comerciales y los niveles extremadamente altos de incertidumbre política tengan un impacto significativo en la actividad económica global", advertía en un informe de abril el organismos que dirige la economista búlgara, Kristalina Georgieva.
Y mientras tanto, Oriente Medio trata de buscar su hueco en un mundo que huye de las energías fósiles y la inestabilidad política. Aunque la región muestra signos de recuperación económica, el panorama sigue siendo incierto.
Países como Arabia Saudí y los EAU están avanzando en la diversificación de sus economías, invirtiendo en sectores como inteligencia artificial, turismo y manufactura, en línea con programas como la Visión 2030 saudí. Entretanto, cierran acuerdos multimillonarios con tecnológicas estadounidenses para la construcción de centros de datos y la importación de chips de IA.
Sea como fuere, la realidad es tozuda y Asia está viviendo en el ecuador de esta década su transformación más radical desde la revolución industrial. China e India, con modelos antagónicos, claman por definir los nuevos estándares tecnológicos y comerciales de la región.
Al tiempo que Pekín apuesta por un capitalismo de Estado verde y el multilateralismo con el Sur Global, Nueval Delhi combina la liberalización económica con el proteccionismo selectivo. Mientras tanto, las economías medianas (Corea del Sur, Taiwán) y los exportadores de recursos (en esencia, los Estados Árabes del Golfo) luchan por adaptarse a un nuevo mundo en el que el petróleo pierde relevancia y la microelectrónica es el nuevo campo de batalla.