
La inflación, en cuestión de meses, ha pasado de ser ignorada a estar en el centro de las discusiones económicas. No es para menos. Es un fenómeno dañino, caprichoso y, en ocasiones, indomable.
Pocos profesionales en activo quedan en los países desarrollados que hayan lidiado con la inflación y, quizás por esto, haya sido desestimada en un principio. Paradójicamente, tras su primera embestida, no faltan las predicciones sobre su impacto y duración. La mayoría de éstas se basan en sencillas relaciones causa-efecto del estilo "si los tipos suben x%, el PIB se contrae y% y la inflación caerá a z%". Como si de una ciencia exacta se tratase, simplifican en exceso un sistema tan complejo como la economía en el que intervienen innumerables variables y agentes. Hace unos años estos modelos habrían cumplido una función útil. No parece el caso en un mundo en el que se aprecian cambios estructurales.
Consideremos por ejemplo la energía, factor clave para todo proceso productivo. El déficit crónico de inversión en petróleo y gas, rematado con la agresión rusa a Ucrania, causó una subida meteórica de los costes energéticos. Diversos factores moderaron ese incremento, como el almacenamiento de combustibles fósiles -mayoritariamente rusos- por los países europeos, la agresiva liberación de reservas estratégicas de EEUU, una economía china frenada por su política Covid-cero y un invierno suave. Estos vientos de cola van perdiendo fuerza. La inversión sigue sin compensar el declive de los yacimientos, la industria petrolera rusa es objeto de sanciones, las reservas estadounidenses han disminuido, China ha derogado sus restricciones a la movilidad y desconocemos la severidad de los próximos inviernos.
Las políticas de transición energética trazadas por los gobiernos, especialmente de los países desarrollados, crean tal incertidumbre que parece difícil que se incrementen las inversiones en hidrocarburos. Entretanto, pretenden ejecutar el complicado proceso de transición a una velocidad pasmosa, marcando objetivos que implican la construcción masiva de nuevas infraestructuras de generación y transmisión eléctrica. Dada la naturaleza intermitente de las principales fuentes renovables -eólica y fotovoltaica-, la capacidad instalada deberá multiplicar por varias veces la demanda. Tanto estas infraestructuras, como la electrificación del parque automotor, requerirán materiales cuya demanda podría exceder en pocos años la oferta disponible, incrementando sus precios. Es el caso del cobre, el litio y las tierras raras.
La explotación de muchos de estos materiales está controlada por China y Rusia, países que no comparten los valores occidentales. Por si fuera poco, el riesgo geopolítico ha despertado de su letargo. Nuestro mundo corre el riesgo de partirse en bloques, los conflictos armados se acercan a nuestras fronteras, las sanciones y el proteccionismo ponen trabas al comercio. Aquellos que desoyen las sanciones a Rusia incluso obtienen ingentes beneficios de ellas, como China e India, que compran crudo ruso con descuentos para venderlo a Europa en forma de productos refinados, a expensas del consumidor europeo que termina soportando el coste de las sanciones y las ineficiencias. El riesgo geopolítico también propicia el acercamiento de las cadenas de suministro, primando la seguridad sobre los ahorros.
Por otro lado, tras años de una expansión monetaria sin precedentes, los principales bancos centrales normalizan sus políticas. El incremento de tipos y la disminución de la liquidez incrementan el coste del capital, disminuyendo el apetito por proyectos con perspectivas remotas de rentabilidad. Esto podría poner en riesgo el ritmo de las innovaciones tecnológicas, factor que ha jugado un importante rol deflacionista durante los últimos años.
Otro gran beneficiario de la laxitud monetaria ha sido el sector público, acostumbrado a que los bancos centrales financien sus ingentes déficits fiscales. Con una deuda en niveles récord, le aliviará reducirla mediante la erosión de su valor real, cortesía de un nivel sostenido de inflación de precios. Los incentivos siempre son una variable clave que considerar y, en este caso, están del lado de un agente poderoso.
El sector público, consciente de las implicaciones de la coyuntura actual, hace lo posible por mantener la recaudación y cubrir sus costes crecientes. Mientras tanto, los empleados exigen mayores salarios, los consumidores reajustan sus hábitos de compra y los proveedores de capital incrementan el precio de éste. El empresario se prepara para defender sus márgenes y considera la inflación como una variable en sus estimaciones. Los patrones de conducta de los distintos agentes económicos comienzan a cambiar. Si se anclan las expectativas de inflación, se podría crear una poderosa dinámica de subida de precios que se refuerza a sí misma.
Esta lista ilustrativa solo pretende exponer que la realidad económica es mucho más compleja que los modelos que intentan predecirla, y que los desarrollos que se asoman pueden tener implicaciones de calado en la rentabilidad y valoración de los activos financieros.
Ante tal panorama, la prudencia es el camino más apropiado para el inversor. Hoy más que nunca debe exigir un retorno que compense los riesgos emergentes, con especial atención a la protección del patrimonio en términos reales.