Reino Unido y la Unión Europea han descubierto que el Brexit no había quedado saldado el 31 de diciembre, con el fin de la transición de su divorcio, sino que el desafío verdaderamente complicado comienza ahora. Obligados a aprender empíricamente cómo interactuar como ex socios, están condenados a entenderse, pero la desconfianza mutua y el creciente resentimiento han provocado temblores en los pilares más delicados de este arranque de año: la lucha contra el coronavirus y la estabilidad en Irlanda del Norte.
Ambos factores se han convertido en una bomba de relojería de consecuencias que van mucho más allá de barreras aduaneras y controles fronterizos. Donde la Comisión Europea invoca herramientas desconocidas para el europeo de a pie, como el artículo 16 del denominado Protocolo de Irlanda del Norte, en las calles desiertas del continente se escucha cada vez más alto el clamor de una ciudadanía que se pregunta por qué el plan de inmunización no acaba de arrancar. Cuando el Gobierno británico canta victoria por el acuerdo para su futuro en solitario, los trabajadores de los puertos norirlandeses tienen que permanecer en casa, ante las intimidaciones de un sector del unionismo.
En la saga del Brexit, tan importante como la estrategia es quién pestañea primero y en estos primeros lances de la nueva era, ha sido Bruselas quien ha mostrado las muestras de flaqueza más evidentes, un desliz que Londres no desaprovecha. La debacle generada por la amenaza comunitaria de ignorar parte del Acuerdo de Retirada e imponer controles en la frontera entre las dos Irlandas, con el propósito de evitar el envío de vacunas a Reino Unido en caso de veto a las exportaciones, hizo a la Comisión caer en la tentación de lo que siempre había considerado anatema: una frontera dura en el único linde terrestre que el bloque comparte con los británicos.
El despropósito apenas duró unas horas, pero fue suficiente para ofrecer en bandeja al Ejecutivo de Boris Johnson la munición que necesitaba para demandar cambios en los arreglos consensuados hace más de un año en el Protocolo de Irlanda del Norte. El documento, un anexo del acuerdo de divorcio para abordar las peculiaridades de un territorio con una idiosincrasia única en Europa, resolvió el problema de cómo mantener abierta la frontera, moviéndola al estrecho que separa la isla de Irlanda, donde conviven dos estados (la República de Irlanda e Irlanda del Norte), de la de Gran Bretaña (Inglaterra, Gales y Escocia).
La solución lleva la firma de Johnson, quien en 2019 había sido acusado de sacrificar una parte de Reino Unido, la más volátil políticamente, para desbloquear el Brexit. El primer ministro, sin embargo, nunca pareció preocupado por las repercusiones de un sistema que, en la práctica, supone tratar a Irlanda del Norte de manera diferente al resto del país.
El premier había sido grabado asegurando a los empresarios norirlandeses que podrían tirar a la papelera las declaraciones aduaneras y demás burocracia derivada de los controles necesarios en los intercambios comerciales con Gran Bretaña. Su sempiterna jovialidad ha comenzado a colisionar con la realidad, pero como optimista convencido, mantiene la esperanza de poder modificar los términos de un documento amparado por la ley a ambos lados del Canal de la Mancha.
De ahí que la guerra de las vacunas le ha ofrecido una oportunidad inigualable y Reino Unido haya articulado ya la retórica para explotar el flanco. Su argumento es sencillo: el enfrentamiento, instigado por la UE, evidencia que lo pactado no funciona, por lo que los cambios no son solo recomendables, sino necesarios, a la vista del rechazo que los controles han generado en Irlanda del Norte. En la carta remitida por Michael Gove, la cara visible del operativo post-Brexit, al vicepresidente de la Comisión, Maro ef?ovi?, el ministro británico dice que el desacierto comunitario ha "menoscabado profundamente la vigencia del protocolo y la confianza que genera entre las diferentes comunidades -que cohabitan en Irlanda-".
Un incendiario encuentro
Ambos se verán las caras esta semana en Londres, en un incendiario encuentro en el que los británicos creen que la Comisión no podrá simplemente desatender un conflicto interno en ciernes. Conscientes como son de que la estabilidad es fundamental para un estado miembro (Irlanda), en Reino Unido estiman que a las autoridades comunitarias no les quedará más remedio que explorar una mayor flexibilidad, pero la maniobra podría acabar convertida en un mal cálculo político.
La entrada en vigor de lo acordado para Irlanda del Norte ha reavivado el malestar de los unionistas
De momento, Londres plantea una moratoria de dos años para la entrada en vigor de las normas. Su ambición a largo plazo es lograr modificarlas, pero en el continente no hay apetito por reescribir un texto sellado por Westminster y la Eurocámara, ni por reabrir un debate zanjado ya en 2019 con la bendición de Johnson. Más allá del dislate reciente, atribuido fundamentalmente a la presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, lo acordado para Irlanda del Norte no escondía sorpresas, por mucho que su entrada en vigor en enero haya reavivado el malestar entre los unionistas, que saben que cualquier diferencia de trato con respecto al resto del país atenaza su causa. La ironía de la aspiración británica de renegociar el protocolo es que supone, en sí, la más clara admisión del Ejecutivo de Johnson de que su solución para el Brexit no funciona.