
La autoridad de Boris Johnson se encuentra atenazada por el pecado favorito del primer ministro británico: vender optimismo. Su tendencia natural a elevar expectativas, incluso cuando carece de datos para sostenerlas, lo ha convertido en esclavo de sus promesas en los dos elementos que definirán su mandato: el coronavirus y el Brexit. Si por separado ambos representarían un colosal quebradero de cabeza para cualquier mandatario, su desafortunada sincronía temporal coincide en el peor momento para un premier programado exclusivamente para las noticias positivas y cuyo entusiasmo infundado ha provocado una seria crisis de confianza cuando más necesitado de liderazgo está Reino Unido.
Las próximas semanas amenazan el castillo de naipes sobre el que Johnson ha construido su narrativa. La colisión contra las consecuencias prácticas del acuerdo de divorcio firmado por él mismo con la Unión Europea (y vendido en la campaña electoral de diciembre como "listo para el horno") y la inquietante evolución de unas cifras de contagio que se han duplicado en una semana anticipan un efecto boomerang letal, si resulta evidente que las garantías del primer ministro no pasaban del terreno de la vacuidad retórica.
Él mismo tuvo que reconocer este viernes la posibilidad de un segundo confinamiento, una apuesta descartada reiteradamente por un dirigente que había calculado que, para noviembre, la distancia social ni siquiera sería necesaria. Ahora la sombra de restricciones se cierne sobre todo el país, ampliando las que afectan ya a más de diez millones en Inglaterra.
Las señales, sin embargo, estaban a la vista desde el principio de su mandato, catalizado por un objetivo fundamental: desbloquear la salida de la UE. A pesar de que el Gobierno británico había publicado hace un año un extenso análisis sobre las repercusiones del Acuerdo de Retirada para Irlanda del Norte, el primer ministro no se cansó de disputar públicamente elementos clave de un texto con rango de tratado internacional, como el de que los controles de bienes de Gran Bretaña (Inglaterra, Escocia y Gales) serían necesarios al otro lado del Mar de Irlanda.
Que su gobierno redactase una ley, la de Mercado Interno, que se arroga la capacidad de ignorar tal obligación era solo cuestión de tiempo para un ejecutivo condenado a interpretar la vida fuera de la UE bajo el prisma del jefe. Para algunos, esta brecha entre oratoria y realidad ha sido demasiado, lo que ha conducido a dimisiones de algunos de los más altos funcionarios en materia legal; pero para los parlamentarios tories, el dilema es más político, que normativo.
De momento, el premier se las ha arreglado para sofocar la rebelión que se estaba cocinando en las bancadas tories, a quienes ha convencido de abortar el motín abordo con la promesa de que Westminster tendrá la última palabra, si finalmente Reino Unido apuesta por pulsar el botón nuclear de vulnerar el acuerdo del Brexit. El problema es que este potencial veto del Parlamento no resuelve la cuestión de fondo, que es tan simple como que el Gobierno estaría violando sus compromisos internacionales, con un desafío a toda una UE que ha advertido ya de que está dispuesta a llevar a su ex socio a los tribunales.
Con todo, en Bruselas consideran el último desencuentro con Londres una artimaña del Número 10 para desviar la atención de su gestión de la crisis del coronavirus. Tras atesorar el dudoso honor de liderar el número de muertes en Europa, Johnson y compañía se enfrentan a la segunda oleada de la pandemia con una estrategia que hace aguas y que según los propios asesores científicos del Ejecutivo dejará como resultado más muertes hacia final del próximo mes.
El drama del primer ministro no es tanto la virulencia de los contagios, sino qué está haciendo para detenerlos, más allá de anunciar a medio plazo una normalidad que los británicos ven más lejos que nunca. Si bien es cierto que su optimismo inicial había mejorado su popularidad y creado a pie de calle un sentido de misión nacional, la falta de materialización de sus promesas ha dejado en evidencia el caos del dispositivo de test y rastreo.
El propio Gobierno había considerado este programa como el arma verdadera contra el virus y Johnson, concretamente, había garantizado el "mejor sistema del mundo". Transcurridos apenas dos meses del grueso de la desescalada, la demanda de pruebas se ha visto desbordada en hasta cuatro veces la capacidad, y herramientas como la aplicación de móvil que se encargaría de rastrear contagios sigue sin ver la luz, cinco meses después de la fecha prevista para su activación.
La centralización de poder en Johnson, clave en la gestión de la pandemia
Impertérrito ante el panorama, las aspiraciones de Johnson siguen siendo a lo grande y prometen "literalmente millones de test, cada día", para primavera, pese a que los expertos admiten que no hay todavía la tecnología para tal cobertura. En su cosmología particular, vender esperanza y comprar tiempo son instrumentos más relevantes que interpretar la realidad, pero, por primera vez en su trayectoria, su querencia por insuflar ánimo podría provocar la mayor desilusión de su carrera política.
La centralización de poder en el Número 10 bajo la batuta de Boris Johnson lo convierte en el primer ministro más expuesto en décadas. Si el cargo implica ser primer y máximo responsable de cualquier crisis nacional, los cambios operados en los últimos meses han disparado la influencia de la maquinaria de Downing Street sobre cada aspecto de la gestión pública.
El premier lo sabe y también sus asesores, que son conscientes de que la prometida comisión de investigación para estudiar cómo se afrontó la pandemia podría hacer mucho daño para un mandatario que había estrenado mayoría absoluta tan solo en diciembre.
Más que nunca, los errores del Gobierno, tanto como los aciertos, llevan la rúbrica de Johnson, quien habitualmente dobla la apuesta con anuncios no verificados por los dirigentes de Salud Pública, obligados en no pocas ocasiones a tamizar la hemorragia verbal del primer ministro.
Su "más difícil todavía" se extiende, una vez más, a la estrategia negociadora con Europa, ante la que mantiene una bravata que amenaza con desmantelar la reputación internacional de Reino Unido como socio de confianza.