
La imagen sigue siendo igual de espectacular, pero las circunstancias han cambiado enormemente. Cuando el sábado pasado despegó el cohete Falcon 9 de SpaceX, la compañía espacial del fundador de Tesla, Elon Musk, lo que se marcaba era mucho más que el primer viaje espacial tripulado que partía de suelo estadounidense desde 2011. Lo que cambiaba también es la relación entre la NASA y el sector privado y el futuro de la exploración espacial.
Uno de los grandes problemas de viajar al espacio es que es exorbitantemente caro. La NASA, la agencia aeroespacial estadounidense, calcula que un nuevo viaje a la Luna, el siguiente gran objetivo de EEUU, podría costar unos 1.600 millones de dólares. Una superpotencia como EEUU no tiene excesivos problemas para encontrar el dinero, pero la gran pregunta que rondaba era si la aparición de un mercado competitivo podría reducir los precios al aumentar los incentivos para reutilizar piezas de las naves y ahorrar en materiales. Y esa competencia surgió con gran estruendo en la década de los 2010.
Durante casi 30 años, el mercado de los despegues privados estaba casi monopolizado por la francesa Arianespace, que gestionaba más de la mitad de los lanzamientos de cohetes. Pero la aparición de tres empresas privadas con el respaldo de empresarios multimillonarios sacudió el mercado. SpaceX, de Musk, Blue Origin, de Jeff Bezos (Amazon) y Virgin Galactic, de Richard Branson (Virgin) se lanzaron con la mirada puesta en los viajes turísticos espaciales como modelo de negocio al que aspirar.
La competencia, en efecto, ha servido para sacudir los precios de forma radical. En concreto, SpaceX ha logrado reducir el coste de lanzar un cohete a la Estación Espacial Internacional de 18.500 dólares por kilo (coste medio entre 1970 y 2000) a menos de 3.000 dólares. El coste de lanzar este cohete ha rondado los 62 millones de dólares, frente a los 150 que costaba una misión normal de la NASA. Y según el propio Musk, el coste puede seguir bajando según aumente el nivel de reutilización, hasta unos 2 millones por viaje.
Y las innovaciones se siguen sucediendo: en 2019, Blue Origin logró lanzar y aterrizar una nave reutilizable, un paso de gigante para sumarse a la lista de empresas privadas capaces de hacerlo, que inuguró SpaceX en 2010. Y Virgin Galactic también presentó su nave reutilizable, con capacidad para pasajeros, en febrero del año pasado.
La competencia ha abierto una nueva época en la NASA. Mientras la agencia se centra en crear una estación espacial que orbite en torno a la Luna, los viajes de ida y vuelta podrán depender de las empresas privadas, a un precio mucho inferior y ahorrándoles el trabajo de desarrollar el tipo de cohetes reutilizables que ya existen.
Turismo espacial
Pero para esas tres compañías, competir por contratos de la NASA ya no es suficiente. Su gran objetivo es amortizar aún más el coste de los vuelos con la introducción de viajes privados al espacio, de turistas millonarios que quieran tener una experiencia única lejos de su planeta. Un negocio que lleva años avanzando a paso de tortuga, con golpes como el choque de una nave de prueba de Virgin en 2015.
El éxito de la semana pasada supone un fuerte espaldarazo a un sector que, a día de hoy, sigue más cerca de la ciencia ficción que de la realidad, pero que puede no estar tan lejos como parece. La gran pregunta ahora es si la próxima vez que un astronauta pise la Luna, en algún momento de esta década, a bordo irá algún turista que se haya pagado el billete de su bolsillo.