Desde hace ya tres décadas, una realidad se impone ante el mundo: China es cada vez una potencia económica y política mayor, y ya es imposible concebir de acuerdos internacionales que no cuenten con ella como un jugador activo imprescindible. Además, gracias al giro nacionalista y aislacionista de EEUU, simbolizado en Donald Trump, el gigante asiático intenta cada vez más presentarse como el gran país hegemónico mundial, el "Imperio del Centro". Y la comunidad internacional, por su parte, tiene que aprender a convivir con una realidad nueva: que el país clave sea una dictadura autoritaria de partido único.
La realidad de este hecho se ve con claridad en la crisis del coronavirus. La enfermedad, surgida en el país, fue silenciada por funcionarios del partido que temían la reacción de Pekín. El investigador que primero levantó la alarma fue detenido por "extender rumores" y murió semanas después. La lentitud ante las alertas favoreció la expansión internacional. Y muchos expertos dudan de la veracidad de sus cifras: el Washington Post denunció que las incineradoras de Wuhan, origen de la tragedia, han quemado a más de 45.000 fallecidos este año, frente a los poco más de 3.000 muertos que reconoce Pekín.
China deja claro que su sistema político es exclusivamente propio y no se puede adaptar fácilmente al resto del mundo
Esta situación, en cierta medida, retrotrae a los años de la Guerra Fría. En aquel momento, el orden geopolítico mundial estaba bastante claro. Había dos grandes hegemones, EEUU y la URSS, cada uno con sus modelos completamente opuestos de sistema económico, político y social, y ambos hacían todo lo posible por atraerse a su órbita a sus vecinos, mandando tanques si hacía falta. Tras la caída del Muro de Berlín, el mundo pareció quedar reducido a un sistema unipolar, hasta que el acenso de China ha devuelto al planeta a la competición entre dos países gigantes.
En principio, podría parecer que China y la URSS son muy similares. Ambas son (eran) dictaduras comunistas de partido único, con un duro control sobre la sociedad. Pero su forma de encarar al resto del mundo es muy diferente. Por una principal razón: China deja claro que su sistema político es exclusivamente propio y no se puede adaptar fácilmente al resto del mundo. Su teoría de la no injerencia en asuntos internos de otros países también la aplican a los demás: ni le hacen ascos a negociar con democracias capitalistas ni aconsejan a nadie implantar un sistema dictatorial como el suyo si no lo creen conveniente.
La Ruta de la Seda
A eso también se le suma que China, al contrario que la URSS, está perfectamente contenta con el capitalismo y la empresa privada, siempre que se mantenga el control último del Estado sobre la economía. En la práctica, eso significa que no tiene ningún problema en firmar acuerdos de inversión y compra de productos a precios de mercado con terceros países.
El efecto más claro de esta mezcla se ve en la Ruta de la Seda, un programa de inversiones por miles de millones de dólares que China ha firmado con 138 países. Entre ellos hay de todo: desde democracias consolidadas europeas y asiáticas, a dictaduras de todo tipo. De hecho, el dinero chino está resultado muy atractivo para países que, por tener regímenes autoritarios, tienen muchos problemas para recibir ayudas e inversiones extranjeras de instituciones como el FMI o el Banco Mundial. China, al contrario que ellos, no pone pegas por falta de derechos humanos ni exige controles contra posible corrupción de los líderes que manejan esos préstamos.
La justificación de China para este plan es que ellos solo quieren ser buenos vecinos de todo el mundo y cooperar comercialmente con ellos de una forma que beneficie a ambos, dejando en manos de los líderes de cada país decidir qué entienden como lo mejor para su territorio. Un mensaje, el de la amistad, que llevan impresos los palés con los productos sanitarios que venden estas semanas.
Silencio internacional
Pero el efecto secundario de la mayor importancia de China en el mercado y las relaciones internacionales es el silencio cada vez mayor ante los actos de opresión que el país asiático ejerce contra su propia población. Más allá de que compañías como Apple funcionen a pleno rendimiento en un país famoso por su estricta censura sobre internet, o de que los países que piden a regímenes autoritarios del resto del mundo la celebración de elecciones justas bajen el tono ante la dictadura china, hay casos más gráficos aún.
Sin ir más lejos, una muestra son las reacciones a la situación en Xinjiang, una provincia china del noroeste del país. Allí, la etnia local, los uigures, de religión musulmana, llevan años siendo tratados como sospechosos de ser terroristas de forma genérica. Millones de ellos han sido llevados a campos de concentración para ser reeducados, que el Gobierno chino prefirió llamar "centros de educación vocacional". El resto están sometidos a una vigilancia constante.
El Congreso de EEUU levantó una queja formal contra su situación y los representantes de Exteriores de la UE -con España entre ellos- mostraron su "preocupación", pero la protesta no fue mucho más allá. China insiste en que ese es un "asunto interno" en el que ningún otro país debe inmiscuirse.
Pero si los estados ya sufren para hablar contra ellos, más difícil tienen las empresas multinacionales para resistirse a sus presiones. Cuando el jugador de fútbol Mesut Özil protestó ante la situación de los uigures, China censuró los partidos del Arsenal y exigió que fuera eliminado de videojuegos como FIFA 2020. Y cuando un equipo de la NBA apoyó a las protestas de Hong Kong contra el Gobierno de Pekín, la organización deportiva estadounidense salió a distanciarse de su propio miembro para no sufrir los duros castigos en el país, que le costaron hasta 500 millones de dólares.
De igual forma, el país exige a las aerolíneas y a muchas empresas extranjeras que operan allí que definan a Taiwán, territorio que China considere suyo, como una provincia china. La pequeña isla ni siquiera puede participar en la OMS, ni siquiera en medio de la actual crisis sanitaria, y lleva el nombre de "China Taipei" en los Juegos Olímpicos.
¿Llegó el momento?
La gran pregunta que viene ahora es si ha llegado la hora de que China abandone el eslogan que impuso Deng Xiaoping, que abogaba por "mantener un perfil bajo y esperar al momento". Con el presidente Xi Jinping, que aboga por el "Sueño Chino" de un país fuerte que se codee con el mundo desarrollado, es posible que el gigante empiece a destacar su perfil y ser más decisivo aún en las relaciones internacionales, ocupando el hueco dejado por EEUU.
Por el momento, la reacción ante la expansión del virus se ha basado en ocultar su lentitud en el origen de la crisis y en vender productos a otros países, con algunas donaciones incluidas para mejorar su imagen. Pero la dura cuarentena puede salirle cara: la fundación FAES calcula un coste del 13% de su PIB, superior al 12% estimado para España. Y ya ha anunciado una caída trimestral del 6%, poniendo fin a su curiosa racha de alzas de esa misma cifra.
Y en los últimos años, sus intervenciones más destacadas han sido para defender el sistema de comercio mundial en Davos y el Acuerdo de París contra el cambio climático, pero sus vecinos no pierden de vista su intención de tomar el control total del Mar de la China Meridional, ignorando la Convención de la ONU sobre el Mar, que da soberanía sobre él a muchos otros países, como Vietnam, Filipinas y Malasia, a los que está intentando expulsar.
Aunque el reto al que se enfrenta China es que su población está envejeciendo a marchas forzadas, y el éxito de la política del hijo único -una prueba del poder de un sistema autoritario- ha logrado que la fertilidad caiga hasta tal punto que no hay renovación generacional y las pensiones ya empiezan a estar en duda. El riesgo es que en unos años, China se encuentre en una posición interna más cercana a la de la UE que a la de EEUU, antes de haber alcanzado el mismo nivel de riqueza.