
De unos pocos años a esta parte, la educación financiera se ha convertido en un concepto recurrente al que apelan asociaciones de consumidores, medios de comunicación y organismos reguladores. Incluso, desde hace dos años, se ha instaurado un día al año (en particular, el primer lunes del mes de octubre) para dar visibilidad a lo que se considera una necesidad en la faceta formativa de los ciudadanos.
Al fin y al cabo, con independencia del derrotero que tomen las carreras profesionales de cada cual, lo que es seguro es que todos, tarde o temprano, tendremos contacto con el mundo del dinero, y convendrá que sepamos manejarnos con prudencia en un campo que puede llegar a ser muy complejo y entrañar serios riesgos.
Episodios como el de las participaciones preferentes o el caso de las hipotecas con cláusula suelo en nuestro país, han sido los elementos que han motivado esta reacción en favor de la mejora de la preparación financiera de los ciudadanos, si bien nos encontramos ante una laguna que no es específica de nuestro país ni afecta sólo a las clases más populares.
De hecho, algunos países de nuestro entorno hace poco que han incorporado la materia como asignatura o planean hacerlo en breve. Y ahí está, como caso que ejemplifica la transversalidad de esta clase de incultura, los episodios periódicos relacionados con boutiques financieras, aparentemente sofisticadas y exclusivas de grandes patrimonios, que resultaron ser esquemas piramidales.
En consecuencia, debemos congratularnos de que por fin se haya tomado conciencia de esta necesidad social, habida cuenta además de que el futuro, por lo que respecta al desarrollo de la industria y de los productos financieros, no parece que vaya a caracterizarse precisamente por la sencillez: generalización de pagos con tarjeta, entornos de bajos tipos de interés, imposibilidad de obtener rentabilidades que batan la inflación sin asumir riesgos, necesidad de abrirse a productos de la industria aseguradora para obtener coberturas sanitarias y de complementos de rentas, etc. Y a todo ello se une el rápido desarrollo de las nuevas tecnologías, que impactan en todos los ámbitos de la vida, y directamente en el campo de las finanzas.
Precisamente, la irrupción de las nuevas tecnologías está urgiendo una mejora de la cultura financiera no sólo de los ciudadanos, sino también del propio sector financiero, y en particular de los profesionales que conforman sus plantillas. En un país fuertemente bancarizado como lo ha sido, y en buena medida lo sigue siendo España, las nuevas tecnologías han dado lugar al nacimiento de canales alternativos, muy enfocados a las necesidades de los clientes, que han comenzado a remover la base social y el modelo de negocio de los propios bancos.
Y con seguridad, el mejor antídoto contra las consecuencias del cambio será instaurar una nueva cultura que facilite la comprensión de esta transformación y coloque a los clientes en el eje gravitatorio de sus organizaciones. Eso implica, además de un plus de motivación, mejorar la formación de los propios empleados de la banca sobre la nueva realidad del mercado y las nuevas necesidades del cliente, lo que implica escucharle más y no limitarse a empujar y vender los productos que "toca vender".
Asimismo, las empresas, y en especial las pymes, son otro de los colectivos que necesitan adaptarse a este nuevo entorno más rico en posibilidades y alternativas. En este campo, seguramente, estamos asistiendo al ocaso de una cierta forma de paternalismo bancario, en la medida en que eran las sucursales de estas organizaciones, y particularmente sus empleados, quienes configuraban el horizonte de los productos accesibles para ellas. La aparición en el escenario de las fintech ha abierto mucho el abanico de las opciones accesibles a las empresas en aspectos como inversión, financiación, pagos o intercambio de divisas.
Por cierto, intercambio de divisas ya no limitado al par euro-dólar, tradicionalmente ofrecido por los bancos, lo que reducía a un estrecho cauce su operativa internacional, sino abierto a decenas de monedas locales, que abren nuevas oportunidades de eficiencia para las tesorerías de las empresas.
En consecuencia, se impone extender la cultura financiera de la sociedad, pero con un enfoque transversal, del que no quedan exentos ni ciudadanos, ni empresas, ni mucho menos los bancos. Cultura para que los ciudadanos y las empresas conozcan no sólo el funcionamiento del sector financiero, sino también los productos y nuevos canales que les aportan soluciones, mejoran la eficiencia de sus finanzas y aquilatan todo lo posible el riesgo. Y cultura para que el sector financiero analice la naturaleza y el alcance de los cambios que se están produciendo, y pueda responder en consecuencia.